PROPIO. Una joven pasa por delante de una típica tienda española. / LA VOZ
En vez de 'Confecciones Mari Puri' ahora se bautizan

Cuestión de identidad

'New Fashion' como si eso les diese clase

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Un error afortunado me dejó sin asiento en mi último vuelo a Nueva York. Con el avión lleno, Iberia no tuvo más remedio que subsanar la confusión con un asiento en clase Business. Se acabaron mis protestas.

Así es como acabé junto a un investigador médico enamorado de España, que visita nuestro país con tanta frecuencia que los so-brecargos de la cabina VIP ya le conocen. «Gano dinero en Estados Unidos y me lo gasto en España», de-cía con sorna mi compañero de asiento. Llevaba puesta una boina vasca con todo el orgullo y la extravangancia que su-pone en un estadounidense de ojos azules que se esfuerza mucho en pronunciar un castellano impecable.

El turista habitual calcula que lleva medio siglo visitando nuestro país, lo que le da una amplia perspectiva sobre las tranformaciones de nuestra España y cierta autoridad en la materia.

«¿Dónde está el brandy? ¿Por qué tienen que esconderlo como si les diera vergüenza?», protestaba cuando le ofrecieron una co-pa de cogñac. «¿Mira! Todo productos franceses!», señalaba ante el catálogo del Duty Free. «¿Por qué el aceite de oliva italiano inunda los supermercados de medio mundo cuando el de ustedes es mucho mejor?»

Con buen criterio nos culpa de no saber promocionar lo nuestro y, lo que es peor, de sucumbir ante las veleidades extranjeras por pura inseguridad o quién sabe qué complejos nacionales. «¿Por qué no pueden copiar lo bueno de EE UU en vez de lo malo?», se mortificaba.

Para cualquiera de los que vivimos entre las dos orillas, la vulgar americanización que se da en España daña la vista. Ahora la mitad de los comercios se bautizan con nombres en inglés. En vez de llamarse Confecciones Mari Puri ponen New Fashion en el cartel como si eso les diese clase.

Y en esa vulgar trasformación se va perdiendo el sabor de esos personajes de barrio que conocen su oficio al dedillo y no les importa pa-sar horas opinando con la clientela, aunque no se lleven comisión. O el camarero de toda la vida capaz de manejar toda la barra sin ayuda y repartir conversaciones o ladridos según le caiga en gracia el cliente, porque donde no se estila la propina, no hay razones para venderse.

Ese encanto de las tascas antiguas y los comercios de toda la vida es el que ha convertido a mi amigo americano en viajero frecuente de Iberia, huyendo de esos centros comerciales que monopolizan la vida social en su país. Pero si seguimos prostituyendo nuestra identidad no seremos más que una copia barata, a la española.