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Reforma constitucional

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Si cunde medianamente la cordura, es ya posible que Cataluña se dote de un nuevo Estatuto dentro del actual marco constitucional y compatible con una reforma territorial extendida a todo el Estado. El acuerdo Gobierno-CiU de 21 de enero abre las puertas a esta posibilidad, aunque todavía se mantienen serias dudas sobre la consistencia de tal solución ya que, hoy por hoy, parece improbable que el PP se involucre en la iniciativa, lo que generaría un grave factor de inestabilidad institucional que habría que resolver.

En otro orden de preocupaciones, es claro además que, aunque se consiga en esta legislatura el objetivo estatutario en Cataluña, y aunque fructifique la extensión del impulso reformista a las restantes comunidades autónomas de régimen general, las tensiones centrífugas no desaparecerán en absoluto. Y no sólo porque aún permanece en la recámara la reclamación vasca, después del fracaso -¿provisional?- del Plan Ibarretxe, sino también porque el nacionalismo catalán moderado de CiU ha advertido paladinamente y sin el menor pudor que «se propone alcanzar por etapas el Estatut que aprobó el Parlament el 30 de septiembre». Lo manifestó Artur Mas el pasado lunes en su intervención en la primera sesión de la Comisión Constitucional.

En definitiva, aunque se supere la intranquilidad provocada por un debate desaforado y disolvente que ha durado dos años y aunque se logre un nuevo Estatuto de Cataluña constitucional y moderado que apacigüe los ánimos y resuelva las inquietantes incertidumbres abiertas, el sistema democrático español mantendrá activas dos fuentes de inestabilidad: el disenso de fondo entre los dos grandes partidos sobre la estructura del Estado y la reclamación latente de los nacionalismos periféricos en pos de un modelo confederal. Parece además evidente que, aunque hasta ahora hayamos conseguido sortear las consecuencias negativas en los órdenes económico y social de la inestabilidad política, mantener indefinidamente encendida la hoguera de la crispación sería jugar con fuego.

Así las cosas, y puesto que la hipótesis de la reforma constitucional ha ingresado en el discurso político en varias direcciones, parecería natural acometerla, aunque precisamente para intentar cerrar definitivamente tales focos de inestabilidad. Es decir, para fijar definitivamente el acuerdo PP-PSOE sobre la estructura del Estado de las Autonomías una vez desarrolladas las potencialidades abiertas de la Constitución de 1978 mediante el actual proceso de revisión estatutaria, y para frenar por tanto los futuros intentos de los nacionalistas periféricos de hurgar de nuevo en los recovecos de la Carta Magna para arañar más poder y hasta para tratar de conseguir alguna parcela de soberanía. Este designio es el que sugiere la Comisión de Estudios del Consejo de Estado en el informe provisional que elevará este mismo mes al plenario de la institución. El alto organismo consultivo insinúa la conveniencia de acotar las competencias estatales, eliminando los márgenes de discrecionalidad que introdujeron los constituyentes, más preocupados entonces por facilitar el desarrollo del proceso autonómico que por fijar el dibujo final, lógicamente inimaginable en 1978.

Es bien evidente que la gran confrontación actual entre el Gobierno y el principal partido de la oposición tiene su origen en las discrepancias surgidas en torno del Estatuto catalán pero no abarca exclusivamente este episodio: trasciende de él y se ha convertido ya en una colosal lucha descarnada por el poder. Evidentemente, si se mantienen estas pautas será imposible cualquier acuerdo de fondo en la dirección apuntada. Pero algunos pensamos todavía que no todo se ha perdido, que aún pueden quedar cordura y buen sentido suficientes para encarrilar el actual desaguisado hacia horizontes de mayor solvencia, de más tranquila serenidad.