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Münich

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Araíz del estreno del último film de Spielberg, muy lejos de su mirada más comercial de paisajes jurásicos y extraterrestres belicosos, nos vienen a la memoria los tremendos sucesos que marcaron la cita olímpica de 1972 y que, como ocurriera el 11 de septiembre de 2001, dibujaron un nuevo orden global donde el terrorismo convierte a extremistas y justicieros en compañeros de un mismo viaje a ninguna parte. Siendo el leit motiv del largometraje, no espere el espectador un documental de los Juegos Olímpicos de la capital bávara. aunque una reflexión a posteriori -de quien asistió ensimismado a tan grande, larga y profunda lección de cine- saque a relucir fundados temores de que una de esas citas deportivas que cada cuatro años reúne a deportistas de todo el mundo vuelva a convertirse en objetivo de los bárbaros y en un río de sangre. Sólo de ver las medidas de seguridad que se toman y con las que nos martillean en todos los telediarios, se le pone a uno la piel de gallina imaginando al descerebrado miembro de una jauría de asesinos cómo prepara un atentado que vuelva a poner la civilización al borde del caos.

Es, por desgracia, en esos movimientos de masas cuando el deporte sirve de caldo de cultivo a los que, amparándose en la muchedumbre, fabrican el terror colectivo. La solución se presenta complicada, si no imposible, porque el espectador terminará asqueado y horrorizado, dándole la espalda a un recinto en el que cada día se siente más miembro de un pelotón de fusilados que protagonista de un hecho histórico. Surge luego la respuesta de Occidente en forma de un terrorismo de estado que, abanderado por Bush, Blair y sus mezquinos compinches, todavía solivianta más a los que empuñan las armas. Así nos lució el pelo y las patillas en la década de los 70 cuando el deporte dio paso a una matanza de inocentes y ésta a una selectiva cacería humana. 34 años después, renace la duda, ¿hemos aprendido la lección?