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La religión del consumo

En el triángulo Navidad-Reyes-compras, los centros comerciales bullen como una olla en el fuego; son los templos del saldo

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El primer objeto que fabricó un hombre debió ser una piedra tallada. Esa herramienta sentó la base para una intervención en la naturaleza al margen del propio cuerpo, excedió su alcance animal por medio de un alarde de inteligencia. La vida de estos remotos antepasados, tan dura como efímera, giraba alrededor de la caza y la recolección. Sólo en el neolítico, con la domesticación de plantas y animales, fue posible el excedente alimentario, y con él llegaron la ciudad, la escritura, las religiones organizadas, el tiempo libre, los estados y los ejércitos, para defenderlos de los depredadores y bárbaros de las fronteras. El aumento de la complejidad social y de la riqueza también hizo posible la aparición del lujo.

Mientras multitudes proletarias sobrevivían en ciudades y pueblos en condiciones de miseria, algunos privilegiados se entregaban al consumo de extravagancias. Para comer, melocotones de Persia, extraños vinos de Campania, calabazas al estilo Alejandro o albóndigas de pescado salado. En sus vestidos, frente a la austera toga usada por los hombres y la matronal estola de las mujeres, proliferaron los dorados.

La crisis urbana que se precipitó con el declive del imperio romano y extendió en el Occidente europeo la ruralización implicó un retroceso del consumo y destruyó los mercados para productos de lujo. Sólo el resurgimiento del tráfico a larga distancia, la reanudación de los vínculos con Oriente y el Mediterráneo, hizo posible la satisfacción de la demanda por parte de las noblezas emergentes de productos como la pimienta, el oro o la seda.

Pero la revolución del consumo fue consecuencia de la primera globalización, que desde 1492, con el descubrimiento de América creó un imperio extendido en cuatro continentes. Mientras el comercio del Atlántico tenía en el tráfico triangular del azúcar, el ron y los esclavos una de sus bases fundamentales, de Asia vinieron el te, café, porcelanas, coral, alfombras y especias.

Su asimilación tuvo en el intercambio de imágenes uno de sus fundamentos, lo que transformó la antigua relación del ser humano con los objetos. Así, la contemplación de maravillas hicieron de los bodegones verdaderos instrumentos de una nueva pedagogía del consumo: Sevilla o Amsterdam se convirtieron en el siglo XVII en escuelas y laboratorios de deseo de esos productos ultramarinos.

Al embarazo de los ricos protestantes siguió el hedonismo dieciochesco, que es ya contemporáneo en la medida en que expresa una cultura del lujo en la cual los objetos sirven sino para brindar una sensación de autonomía y placer personal. Desde entonces, el consumo, ya a escala industrial, vincula al consumidor con una red de símbolos que se retroalimentan: en el escaparate de una tienda, aunque compremos algo de lo expuesto, siempre quedará un objeto o una serie de ellos que implican un sueño no satisfecho.

En este sentido, el caso español resulta ejemplar, pues muestra el acceso de grandes contingentes de población en un breve período a niveles de renta y consumo masivo. Ya en los años veinte del pasado siglo aparecieron bazares y grandes almacenes que, gracias al crédito y la venta a plazos, llevaron a los españoles a adquirir bienes como el gramófono y máquinas de escribir. El coche, un objeto de ocio destinado al paseo, causaba furor: un Ford T en 1926 costaba 4.250 pesetas.

La publicidad pasó de apoyarse en la imitación de las aristocracias a hacerlo en figuras de la radio o el cine y a potenciar la familia nuclear como unidad de consumo. La belleza femenina se hizo objeto de mercado y razón de venta.

Sin embargo, la renta per cápita de 1936 no se recuperó hasta 1958. El hambre y las penalidades de la postguerra contrastaron con la explosión consumista de los sesenta, expresión de profundos cambios económicos y sociológicos. El tránsito de una sociedad campesina, de familia extensa, plena de rituales y escasa en lo material, a otra urbana, todavía con alto nivel de cohesión familiar, pero confinada a un pequeño espacio en el que sin embargo regía una memoria de la escasez y una lógica campesina de conservación de los objetos se manifiesta en la pasión por el armario empotrado, al que se otorga la función de almacén y signo de lujo en la vivienda, contra cualquier racionalidad arquitectónica moderna.

En la medida en que ya todo es etéreo, cabe preguntarse, dónde reside el lujo: seguramente, en la voluntad de prescindir, basada en la voluntad de distinguir, todavía, a las personas de sus objetos.