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Magia

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Esta mañana me he levantado y en cuanto me he duchado y me he vestido, he bajado las escaleras con el ansia de todos los días de tomar un café. Más que ansia es hambre de café, un hambre que no cambiaría por nada, como el general británico al llegar a la tienda de campaña tras un día de lucha: «No cambiaría la sed que tengo por un millón de libras esterlinas», así decía. Él sabía que le llegaba el whisky, yo segura estaba de que el café me esperaba. He abierto las puertas que dan al jardín y me he encontrado con una inmensa planta, que más tarde he sabido que se llama strelitzia, con varias flores asomando entre la vorágine de sus acharoladas hojas, como pájaros exóticos esperando que el sol estuviera alto en el cielo para comenzar a cantar.

Nunca habría creído que precisamente este año tan poco oriental se manifestaran los Reyes Magos, los llamados Reyes de Oriente, uno blanco con barba de árabe, el otro rubio por no llamarle amarillo, como los chinos o japoneses dicen que son, y el otro decididamente negro, esos que de ningún modo concitan el odio racista de ciertos ciudadanos y gobernantes.

Supe que eran ellos, lo comprendí en cuando comprobé la magnificencia de la poderosa planta, lo único que me faltaba saber es a quién le habían encargado el regalo para que me lo hiciera llegar. Sabido es que por mucho poder que tengan los reyes celestiales y terrenales, les resultaría imposible penetrar en todas las ventanas de todas las casas de todas las calles de todos los pueblos y ciudades del mundo, para dejar en ellas un regalo que venga a alegrar el ánimo de jóvenes y viejos, ricos y pobres. Porque ¿quién puede vanagloriarse de no necesitar un empujón para poder continuar, una caricia para sentirse amado, un presente para convencernos de que alguien ha pensado en nosotros?

Sin embargo, viendo a nuestros niños iluminados por la magia de la fiesta, no podemos dejar de pensar en todos los que carecen de caricias, pan, salud y respeto a sus derechos, y desaparece entonces el cálido bienestar en que nos encontramos, sobre todo si estamos rodeados de niños que creen en los Reyes Magos aunque se hayan dado cuenta de que el rey negro se ha pintado la cara con betún.

Injusto es el mundo en el que vivimos no porque la naturaleza lo quiera, como opinan tantos privilegiados, sino porque durante toda la Historia los humanos nos hemos comportado con tal dosis de codicia e injusticia que tal vez hemos evolucionado hacia un modo de ser que ya es completamente irrecuperable.

* www.rosaregas.net