Hoja Roja

Cádiz en la punta de la lengua

La torre de Babel en la que llevamos tanto tiempo instalados, tendrá un solo idioma: el nuestro

Yolanda Vallejo

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Creo, a estas alturas, que no hay un solo gaditano –o gaditana– que no sepa que mañana da comienzo en Cádiz el IX Congreso Internacional de la Lengua Española. No suele ocurrir que la gente se entusiasme en Cádiz con algo que no tenga relación con las cofradías, el carnaval o el fútbol, aquello que decían de las tres C, pero curiosamente, si usted ahora mismo pregunta por la calle, cualquiera le diría que está encantado o encantada de que seamos la sede del CILE; y es que ¿a quién no le va a gustar tener un congreso internacional de la lengua española?, parafraseando a Encarnita, la del baptisterio romano de las Gabias.

Hay cosas que no tienen explicación por mucho que intentemos buscarla. Y la respuesta de la ciudadanía ante el hecho insólito de acoger en nuestra ciudad la edición fallida del congreso de Perú –cuando aspirábamos a la candidatura para 2025– y de preparar una reunión de tanta envergadura en apenas tres meses es, cuanto menos, para analizarla. Porque el congreso será, y pasará, y llegará el viernes de Dolores, o de Pasión, o como se llame ahora, y estaremos todos a otra cosa; pero esta semana el mundo entero tendrá a Cádiz en la punta de la lengua y la torre de Babel en la que llevamos tanto tiempo instalados, tendrá un solo idioma, el nuestro, el que se ha convertido en una seña de identidad, el que hemos sacado a los balcones, el que hemos ido repitiendo como una salmodia, casapuerta, gargajillo, bujío, josifa, refino, mandaos…

Porque no hay ni un solo gaditano –o gaditana– que no haya vestido de domingo nuestras palabras, sacándolas a pasear con orgullo, como el que lleva un trofeo. Más allá de los acentos o de las reivindicaciones pseudo nacionalistas, porque nuestras palabras nos unen más a otros continentes lejanos que a otras provincias cercanas, porque en nuestras palabras está nuestra historia, la de los tres mil años, la que decía Estrabón que hasta los niños de pecho conocían al dedillo. Porque nuestras palabras son las palabras de nuestros antepasados, de los momentos más gloriosos –del esplendor ese que siempre nos contaron–, y de los momentos peores, en los que la sobrehúsa y el garum resultaron ser mucho más que primos hermanos.

Porque no hay ni un solo gaditano –o gaditana– que no se haya sentido, en estos días, como el cabo Gutiérrez de «Amanece que no es poco» y haya tenido tentaciones de gritar algo parecido a «¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por sus palabras?». Una devoción que incluso tiene sus sagradas escrituras, reveladas por el espíritu de fenicios, romanos, árabes, ingleses, italianos… y escritas por el profeta Pedro Payán, que han resucitado en estos días en los que más de seiscientos congresistas debatirán sobre «Lengua española, mestizaje e interculturalidad. Historia y futuro» mientras que en las calles, en las plazas, bastará una sola palabra para sanarnos y para darnos un respiro.

La exposición que ha organizado el Ayuntamiento de Cádiz y que recorre más de medio centenar de términos gaditanos, fue el primer milagro de toda esta epopeya que comenzó hace ahora dos años y que ha tenido un final diferente, por lo inesperado, por lo dichoso . Recuperar vocablos ya casi olvidados y trazar con sus letras el hilo que nos une a lo que fuimos, ha sido un ejercicio catártico que, en muchos casos, ha servido para reconciliarnos con nuestra propia ciudad. Porque la muestra que se puede visitar, pasear, y degustar en los alrededores de la plaza –yo me niego a llamarla mercado– huye de todo artificio para mostrarnos, en su más espléndida desnudez, el habla de Cádiz, y está llena de guiños, casi imperceptibles, pero tan necesarios que no podrían haberse contado de otra manera. Decía Blas de Otero «Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra». Y esta ciudad, que tanto sabe de sed, de hambre, de sombras y de silencio, también sabe que tiene en sus palabras un arma cargada de futuro.

«Palabra de Cádiz» juega con todo esto. Porque no hace mucho tiempo, los tratos, las promesas, los acuerdos se hacían a través de la palabra; usted también se acuerda de aquella «palabrita del niño Jesús» con la que rubricábamos nuestra verdad más verdadera. Palabra de honor, te doy mi palabra, sellaban un compromiso. El mismo compromiso que tenemos con nuestro léxico, con nuestras costumbres, con nuestra manera de entender el mundo a través –en este caso– de las palabras. Que no se trata de ser «graciosos», ni de repetir picha, y bastinazo, y quillo como el mantra del bufón. Que se trata de que empecemos a valorar lo sagrado de nuestra lengua, aquello que decía Mario Benedetti «la palabra es tan libre que da pánico»

Tan libre que nos ha hecho libres a través de ella, nos ha hecho fuertes. Esta semana, cuando los académicos, los expertos, los docentes y los ilustres debatan, discutan, acuerden o describan cuál será el futuro de nuestro idioma, lo harán teniendo a Cádiz en la punta de la lengua, y llamando Cádiz –como hacía Rafael Alberti– a todo lo dichoso.

Porque solo en Cádiz se podía hacer este Congreso Internacional de la Lengua Española.

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