Juana, Paqui y Gilda

El feminismo radical se llevó a Juana Rivas a su terreno y la hizo víctima de su propio delito

Alberto García Reyes

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la libertad verdadera la describió Rita Hayworth en «Gilda» cuando le dijo a Glenn Ford: «Si yo fuera un rancho, me llamaría Tierra de Nadie». Juana Rivas nunca ha tenido ese arrojo. No ha sido una rebelde, sino una insumisa. Ha caído en la ratonera del feminismo radical, que es a la mujer lo que el comunismo a la igualdad: una corrupción conceptual. La joven granadina ha sido condenada a cinco años de prisión por no haber entendido la esencia del Estado de Derecho: que el fin nunca justifica los medios. Quiso coger un atajo y acabó en un laberinto. Pero su caso tiene un trasfondo mucho más inquietante que los hechos probados. La tutela de la insurgencia desde el propio sistema.

Juana acudió al Centro Municipal de la Mujer de su pueblo, Maracena, en busca de auxilio para resolver una situación familiar muy compleja. Y allí se topó con Francisca Granados, una presunta asesora jurídica que ni siquiera estaba colegiada, pero que estaba a sueldo del Ayuntamiento socialista para aconsejar a las víctimas de violencia de género. Ahí es donde está el nudo gordiano de toda esta historia, en la institucionalización del feminismo esquizofrénico. La tal Francisca, conocida como Paqui, le indicó a Juana los pasos exactos a seguir para ir a la cárcel, no para solucionar su situación. Usó a la víctima para su causa política, la enarboló como heroína de una lucha -la del maltrato- a la que nadie se opondría, y la condujo con falsas esperanzas hasta su terreno. A partir de ahí, la maquinaria propagandística del neofeminismo hizo el resto. El lema «Juana está en mi casa» llegó a las solapas de toda la progresía de pegatina cuando ella desapareció del mapa y huyó de la Justicia. Se embridó a la opinión pública para que nadie se saliera del carril. Y se intentó convencer al país de que Juana estaba siendo humillada por el sistema.

El sistema. Ahí está el engaño: en la normalización del pensamiento único. Una democracia es como un organismo vivo y la mayoría de las veces su gran amenaza no está fuera, está dentro. Muere mucha más gente de una infección que de un accidente. A la libertad le pasa lo mismo. Sus mayores enemigos están dentro, habitualmente disfrazados de demócratas, combatiendo la separación de poderes y las normas que regulan la verdadera igualdad. El caso de Juana Rivas es un ejemplo palmario de cómo la Administración puede enfermar de nepotismo. Las feministas que creen que pueden saltarse la ley para lograr sus supuestos derechos son sátrapas. No creen en las normas. Sólo tienen un motivo, pero no la razón. La tal Paqui fue el virus que el sistema le pegó a Juana, que en un retruécano nauseabundo ha terminado siendo una víctima de sí misma. Ella pidió socorro, confiando en el sistema, y los okupas del sistema la inmolaron para tener una mártir. Por eso Gilda, que era una auténtica feminista, aspiraba a la Tierra de Nadie, donde no hay salvadores ni salvados. Y Angelina Jolie, degenerando, degenerando, barruntó el desenlace de la película en la que Juana Rivas secuestra a sus hijos cuando le dijo a Brad Pitt: «Los finales felices son historias sin acabar».

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