LA FERIA DE LAS VANIDADES

El ermitaño de la palabra

Julio M. de la Rosa se encerró en la Sevilla cernudiana para buscar la verdad y la literatura en el patio interior de su escritura

La ermita de Alájar, en la sierra de Huelva, donde Benito Arias Montano, el sabio del Siglo de Oro, encontró a Dios JOSÉ MANUEL BRAZO MENA
Francisco Robles

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Para Francisco Núñez Roldán y Francisco Gallardo

«Boca arriba, inmóvil, la vista perdida, noto en el cuello los latidos del corazón cada vez más débil. Fuera de la alcoba, no sé si es de día o noche. Un carruaje se detiene en la puerta de la casa sin hacer el menor ruido». Julio M. de la Rosa escribió su propia muerte en el final de El ermitaño del Rey, la novela mística que le dedicó a Benito Arias Montano, el sabio del Siglo de Oro que encontró a Dios en el silencio de Alájar. Julio M. de la Rosa fue en vida, y sigue siendo tras su muerte, el ermitaño de la palabra que nos ha legado una obra tan profunda, que da vértigo asomarse a sus novelas, a sus relatos, a esa forma de ahondar en la mente y en el alma del hombre escindido que nos ha tocado vivir.

La realidad y el deseo. En esa escisión está la clave de nuestra época. Cernuda lo vio claro, y por eso Julio M. de la Rosa será cernudiano hasta la médula por mucho que el viento helado cruja en los cristales rotos del olvido. En esa dualidad están nuestro gozo y nuestros dolores. Los personajes de este coloso de la narrativa del siglo XX se mueven en esa contradicción interminable, inevitable como la vida misma.

Eso sí: cuando se funden en el acorde que buscaba el poeta de la calle Acetres, entonces la luz llega a cegar al mismo Arias Montano, que confiesa antes de morir, ante la dama que viene a buscarlo para siempre, dónde está el secreto de la existencia plena: «Después de una espera interminable, la señora ya ha llegado. Caigo en la cuenta, ya está aquí y aunque mi cuerpo tiembla a causa de la fiebre, no tengo miedo. A ti Señor encomiendo mi alma pecadora. “Tus pechos como dos cabritillos mellizos / que están paciendo entre las azucenas”. Oh, Dios mío, no me abandones ahora en el hervidero de mis pensamientos lujuriosos, cuando la señora enlutada está ya tan cerca. Es la fiebre y no el miedo lo que me hace temblar».

La fiebre o el miedo, la vida plena o la muerte anticipada. No hay más. Da lo mismo que sea el boxeador que canta copla, travestido hasta el límite de los dos sentidos de la palabra patético, en Guantes de seda. O los instintos salvajes y las pasiones sanguíneas que mueven a los personajes que pueblan Etruria, ese territorio mítico que habrían firmado, sin dudarlo, un Faulkner o un García Márquez. Porque ahí está el nivel del novelista andaluz, en el manejo del tiempo narrativo —que no es lo mismo que el tiempo real— a la altura de un Vargas Llosa.

¿Qué hubiera sucedido si se hubiera quedado en Madrid y hubiera hecho vida literaria? Nadie lo sabe. Arias Montano se retiró a la sierra para encontrar a Dios, y Julio M. de la Rosa se encerró en la Sevilla cernudiana para buscar la verdad y la literatura en el patio interior de su escritura. Allí entrevió la llegada de la muerte, ese reverso del amor más puro. Y la escribió como nadie lo ha hecho: «Ya está aquí. Acaba de aparecer en la puerta, majestuosa como una reina. Nadie la mira, nadie sabe que está aquí, diosa de mármol o de música, invisible para los que me rodean. No se mueve. Ven, le grito desde los adentros. (…) La dama me envuelve en su manto negro y en sus brazos, como un niño, inicio la subida».

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