HOJA ROJA

No me gusta Cádiz

Ahora que está todo el mundo leyendo a Pemán –menos yo, no le voy a engañar–para cogerlo en un renuncio o para nombrarlo poeta de la concordia, voy a aprovechar...

Ahora que está todo el mundo leyendo a Pemán –menos yo, no le voy a engañar–para cogerlo en un renuncio o para nombrarlo poeta de la concordia, voy a aprovechar y le voy a hacer una confesión. Antes me gustaba mucho Cádiz; y cuando ... digo «antes»no quiero que me malinterprete y tampoco quiero que se haga falsas ilusiones, porque no me refiero a ningún periodo concreto, ni siquiera de la historia reciente. Cuando digo antes solo quiero decir eso, antes. Antes de que esta ciudad, a la que Juan Manzorro siempre llama, agradecido y convencido, «este Cádiz de nuestros amores», se convirtiera en una ciudad incómoda, intolerante, inhóspita, insípida, insatisfecha, intransitable, intransigente y todos los calificativos que empiecen por ‘in’ y que usted sea capaz de imaginar. Incluso imposible, irreconocible.

Porque cuesta trabajo, cada vez más, reconocer Cádiz. Y no le hablo solo del continente, reconvertido en una pensión, pese a aquellos que renegaban de la turistificación y juraban luchar contra la gentrificación cada vez más y mejor instalada en el centro de la ciudad, donde los supermercados se han vendido al turismo –mucho envasado y mucho producto de higiene personal–- y donde es casi imposible comprar nad que no tenga aires vacacionales. Donde es casi imposible encontrar vivienda –ni digna ni indigna– y donde las calles se llenan de rótulos pretenciosos como 2«casa palacio»–del armador, del panadero, del herrero, de mi tía Frasca–, o «apartamentos boutique» mientras se vacían de vecinos y de vecinas que no pueden permitirse el lujo de vivir en la ciudad que los vio crecer y en la que no crecerán sus hijos por mucho carril bici y por mucha plaza que se recupere para que juegue ¿quién?

En mi calle peatonal, de bares progres, en el mismo centro, vivimos menos gente que en un bloque de la barriada de la Paz. La casa que tengo enfrente ya tiene los papeles para ser un hotel «con encanto» y una estrella –una pensión, vamos–, similar al que ya tenemos un poco más arriba, lo que asegura al vecindario que el supermercado de la esquina llenará sus estantes de ensaladas preparadas, de pan precocido y de sándwiches empaquetados y que tendremos que acostumbrarnos –más aún– al ruido de los trolleys calle arriba y calle abajo, y al dolce farniente de los que exhiben exageradamente sus vacaciones mientras yo intento conciliar –esto también es conciliar– el sueño y ganarle la partida al despertador para ir al trabajo.

Pero ya se lo dije antes, no es solo el continente, sino el contenido lo que ya no me gusta de nuestra ciudad. No sé si usted lo percibe igual que yo, pero de un tiempo a esta parte –ya van dos semanas citando a Drexler– no conozco Cádiz. No sabría precisar en qué momento comencé el distanciamiento, –tal vez cuando teníamos que sonreír por imposición municipal–, pero desde la distancia en la que me encuentro, solo veo una ciudad crispada, polarizada y anclada en unos posicionamientos que le impiden avanzar. Veo a la ciudad de Fernando Quiñones peleándose por Pemán, al que nadie prestaba atención desde hace… tantos años; veo al Cádiz de La Petróleo haciendo pintadas homófobas y sembrando el miedo en el barrio en el que aún resuenan los tacones drags en las gradas del teatro romano. Miro al Cádiz ilustrado y me encuentro a un general que, después de ochenta años, aún cuestiona la historia que cuentan los libros y custodian los archivos. Veo al Cádiz del Peña y solo encuentro poetas impostados, haciendo carnaval de salón para unos pocos solamente. Miro la ciudad que estuvo dividida por la vía del tren y la vuelvo a ver segmentada. Y escucho palabras que no suenan a Cádiz, qué quiere que le diga.

Fascistas, marxistas, condena, concordia, exaltación franquista, ideólogos del régimen, depuraciones, valores, maricones, tortilleras, curas, odio, palizas, nazis, silencio… no sé en qué año vivimos. Pero si me llegan a decir cuando era joven, cuando estudiaba en la vieja Facultad de Filosofía y Letras y me juntaba con gentes que llevaban pañuelo palestino o banderas de España en la muñeca, que haría un viaje al Cádiz de los años cuarenta sin probar ninguna sustancia permitida, no lo habría creído.

Yo presumía de vivir en una ciudad donde la tolerancia no era una impostura sino una realidad, donde se escuchaban –y casi siempre se respetaban– todas las opiniones y donde uno no tenía culpa de lo que habían hecho sus padres pero tampoco se vanagloriaba de ello, porque no éramos los nietos de la guerra civil, sino los hijos de la democracia –y perdóneme por citar a González, que lo mismo es históricamente incorrecto y no lo sé– y porque creíamos que si no estabas conmigo tampoco tenías que estar contra mí. No me gusta la ciudad en la que nos hemos transformado. Una ciudad en la que todos nos hemos convertido en sospechosos de algo y en la que nos miramos con recelo si no damos un click al comentario de turno en las redes o si retuiteamos lo que ha dicho alguien, o si saludamos, o si no saludamos. En la que no somos libres.

Iba a citar aquello de «la libertad, Sancho…» pero luego he pensado que a Cervantes lo llamaban el «príncipe de los ingenios» y eso no debe ser bueno, seguro.

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