Francisco Apaolaza

Tuí-tuí-tuí

La felicidad era una de submarinos. La programación aún no se elegía y había que buscarla en el periódico del día

La felicidad era una de submarinos. La programación aún no se elegía y había que buscarla en el periódico del día. Sábado por la mañana. Mi padre desplegaba la penúltima página del ‘Diario Vasco’ y escudriñaba la letra casi bíblica de la parrilla televisiva de por la tarde cuando de pronto anunciaba con sorpresa y entusiasmo el hallazgo de su dedo índice sobre el papel: ‘¡Una de submarinos!’, gritaba, y entonces imitábamos a coro el pitido del radar del sumergible, así ‘¡Tuí! ¡Tuí! ¡Tuí!’. Esperábamos a que emitieran ‘Destino Tokio’ con Cary Grant, ‘Torpedo’ con Clark Gable buscando un destructor japonés por el Pacífico o cualquiera de las demás. De todas, nuestra preferida siempre fue ‘20.000 leguas de viaje submarino’ porque ningún astillero fabricará nunca una nave sumergible tan bella como el ‘Nautilus’, ni se escribirá una aventura tan épica, fantástica y a la vez tan elegante como la que escribió Verne, ni a nadie le sentará tan bien una chaquetilla roja de estar en casa como a James Mason. Nadie peleará jamás contra un arpón en la mano como peleó Kirk Douglas contra el calamar gigante. Verne, que predecía el futuro mal y bien, dijo que los submarinos acabarían con las batallas navales y las armas sofisticadas con las guerras.

Las historias de submarinos siempre tienen algo de crucial, secreto y silencioso: viajar en la oscuridad, vivir la aventura en lo insondable, gritar «¡Arriba el periscopio!» y dormir por turnos de guardia a seis pulgadas de acero de la eternidad no es otra cosa que la vida misma. También los turnos de camas calientes, las respiraciones aceleradas por la falta de oxígeno y el aire mil veces usado, las retinas que ya no saben ver en la luz, los ciclos hormonales enloquecidos por la noche eterna y la coronilla de la cabeza destrozada a golpes contra los las escotillas.

No podemos dejar de mirar a los submarinos porque son cápsulas en dimensiones de las que a veces no se vuelve y porque representan la gallardía de los hombres que retan al dios que no les hizo sumergibles. La tragedia siempre está ahí. Al ‘ARA San Juan’, que tiene silueta de cachalote cabezón, se le está poniendo nombre de drama. Zarpó de Ushuaia y el pasado 15 de noviembre estableció la última comunicación con Mar del Plata. Advirtió de un fallo en las baterías. El silencio que vino después ha abierto un interrogante en el pecho del mundo entero. Lo imagino escorado sobre el fondo en el quicio de la plataforma continental al oeste del Atlántico Sur, echado exhausto en algún lugar al que nadie termina de llegar. Cada tres días debería salir a la superficie para renovar el oxígeno para las baterías. Empieza a ser tarde para todo. Cuarenta y cuatro hombres viajan dentro, pero parece que va a bordo la Humanidad entera. Qué extraño es el hombre que ignora a miles y de pronto convierte a 44 en definitivos. En la costa, atados a una verja, hay banderas y carteles, como si alguien fuera a sacar la cabeza del agua y leer «Vais a volver». No hay tragedia pequeña si se mira de cerca.

De pronto, una señal de calor en la pantalla de un buque norteamericano y puede corresponder con 90 metros de metal templado. Hay decenas de naves en camino. Qué gran película, si pudiera terminar bien. Aguantad.

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