HOJA ROJA

Los tramposos

Nos costó trabajo asumirlo, pero luego llegamos al convencimiento de que a este país le hacía demasiada falta Berlanga

Yolanda Vallejo

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Nos costó trabajo asumirlo, pero luego llegamos al convencimiento de que a este país le hacía demasiada falta Berlanga, el siempre llorado cineasta que había sido el auténtico profeta Isaías del siglo XXI. Todo lo que nos contó en sus películas se ha ido convirtiendo en realidad con una precisión tan religiosa que ganas dan de bautizarse en su culto y de inmolarnos, incluso, en el altar de sus personajes. De “Los jueves milagros” y “Plácido” a “La escopeta nacional” y “Moros y cristianos”, pasando por el evangelio según Mr. Marshall, la historia más reciente debería estudiarse en las videotecas antes que en esos libros de texto manidos y manoseados con los que se pelean nuestros hijos curso tras curso en esta Andalucía imparable. En fin. Que éramos muy de Berlanga, o que Berlanga era muy nuestro; el caso es que, una vez que nos habíamos convencido de nuestro berlanguismo, nos dimos cuenta de que la realidad había superado tanto, tanto a la ficción, que esto se parecía cada vez más a ese pueblo donde el cabo Gutiérrez representaba a la máxima autoridad. Y sabe usted que me refiero, a esa obra de arte de José Luis Cuerda que se llama “Amanece que no es poco” y que está próxima a cumplir treinta años con más vitalidad que nunca.

Y donde digo vitalidad, podría decir perfectamente actualidad, porque ya lo dijo el cabo Gutiérrez cuando detuvo a Bruno, el escritor argentino acusado de plagiar “Luz de Agosto” de William Faulkner “¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?”, ese pueblo en el que se hablaba de Faulkner en las tertulias, en los bares, y hasta al salir de misa. No hace falta que yo se lo diga, porque en este país funcionamos así, por devociones y por fanatismos. Y en los últimos días no hablamos de Faulkner, claro está, pero hablamos con auténtica pasión y, hasta con incontinencia, de tesis doctorales, de trabajos de fin de master, del sistema APA o del Vancouver, de bibliografías y de plagios como si todos llevásemos dentro al profesor Blecua y nos hubiésemos criado en los campus de Harvard. Surrealista parece, por momentos, que mi vecina la del cuarto me diga en la escalera lo “malamente” que le parece que en un trabajo de diplomacia económica solo se citen ciento cincuenta referencias bibliográficas, y lo extraño que resulta que en el tribunal que juzgó la tesis doctoral de Pedro Sánchez hubiese un miembro que solo llevaba dos meses como doctor. Digno de José Luis Cuerda, digno de Berlanga, digno de este país de charanga y pandereta, al que tanto le cuesta distinguir las voces de los ecos.

Verá. Aquí estamos instalados en la libre interpretación de aquella máxima de la mujer del César, y más que a serlo, nos hemos acostumbrado a “parecerlo”. No es algo de ahora, no se crea; solo tiene que echar un poco la vista atrás y recordar cuánta prestancia daba en los salones de mueble bar la enciclopedia Larousse –que nadie nunca usó y que terminó en los depósitos de alguna biblioteca pública, por no decir en el contenedor azul más cercano-. O cuánto vestía la “bendición papal” en las paredes del dormitorio de matrimonio –bendición papal que se compraba por un módico precio y que guardaba más similitud con los carteles de toros para extranjeros que con un auténtico documento del Vaticano. O cuánto nos ennoblecía tener alguna obra de arte en el cuarto de baño. En fin. Que como siempre nos dio vergüenza que se nos notara el pelo de la dehesa, siempre nos las hemos apañado para jugar a las apariencias. Así que lo de los másteres, los plagios y los doctorados no es más que una consecuencia directa de aquella herencia.

Ser doctor en España, si uno no se dedica a la investigación –en el campo que sea- o a la docencia universitaria, no sirve absolutamente para nada, pero viste, y mucho, en el curriculum enclenque de cualquier político nefasto. Igual que un master, que lo mismo puede ser de He-man o de Skeletor, que son el único máster –del Universo- que me merecen confianza.

Que efectivamente es una vergüenza que a nuestros políticos los hayan pillado con el carrito de los helados, pues sí. Que más de uno debería dimitir por engañar al electorado, pues también. Pero que muchos políticos fraudulentos –por ser suave en el calificativo- siguen sentados en los escaños del parlamento y en los salones de pleno municipales, y que se mueven con total impunidad por las listas electorales, es algo que nunca se nos debería olvidar.

A mí la tesis de Pedro Sánchez me interesa tan poco como el master de género -o número- de la exministra Montón, como los postgrados de Cifuentes y Casado o como los abultados curriculums desde Rivera a Romaní. Es decir, me importa nada. Lo que de verdad me importa es que se presenten como cándidos candidatos a salvar la patria cuando esconden tanta basura debajo de las alfombras por las que se pasean. Eso sí que me preocupa, y mucho.

Porque decía el ministro de las estrellas que “da mucho miedo que a uno le miren hasta lo que hizo en la infancia», y no lleva razón. Lo que da auténtico miedo es que estemos en manos de unos tramposos. Y que estemos tan tranquilos.

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