Los poetas están muertos

Seguimos sin distinguir el valor de la prudencia o, mejor dicho, confundiendo términos

Treinta años ha cumplido ya “El club de los poetas muertos”, una película que ha envejecido muy mal. Terrible y decadentemente ochentera, no puede disimular sus arrugas, ni el histrionismo de su protagonista - ¿alguna vez Robin Williams no ha sido histriónico? - y tampoco el mensaje “happy flower” que marcaría gran parte de la década de los noventa; ya sabe, el “carpe diem” llevado hasta consecuencias inimaginables. Nos quedan, eso sí, el “¡Oh, Capitán, mi Capitán!” y el “hay un momento para el valor, y otro para la prudencia. El que es inteligente, sabe distinguirlos”. Inteligente, ha leído bien. Tal vez por eso, treinta años después, seguimos sin distinguir el valor de la prudencia o, mejor dicho, confundiendo los términos. Así nos va.

Reconozca conmigo que, de aquella melosa película, lo que más recuerda es el momento en el que el profesor John Keating anima a sus alumnos a subvertir el orden natural de la clase subiéndose al pupitre, “Me he subido a mi mesa para recordar que hay que mirar las cosas de un modo diferente. El mundo se ve distinto desde aquí arriba”. Rigurosamente cierto.

Ese momento me ha acompañado en distintos momentos de la vida, cuando las circunstancias me han empujado a cambiar la perspectiva desde la que levantarme cada mañana. Ver las cosas desde otro punto de vista ayuda mucho; no sé a qué ayuda, pero consuela pensarlo. Y pensando esto es como mejor se entiende una campaña electoral municipal, al menos una campaña como la nuestra, con promesas que son como de andar por casa, nada que ver con los fuegos de artificio del alcaldable de Sevilla que se ha comprometido a traer al Papa, dentro de una estrategia para conseguir turismo religioso, y que ya compite con algunas de las promesas más disparatadas de la anterior campaña municipal; recuerde, las “naumaquias” en el Retiro madrileño, el hip hop como asignatura obligatoria en Extremadura, la resurrección de la peseta en Denia o el maravilloso planetario chiclanero; y hasta nuestro propio “cadifornia”. Promesas incumplidas que solo tienen sentido cuando cada cuatro años el contador de los deseos se pone a cero.

Yo prefiero subirme a la mesa, la verdad. Suficientemente amable nos venden la vida de nuestros alcaldables, que parecen Doris Day -homenaje a la vecina de América, por aquello de su reciente partida- cuando cuentan lo que les gusta “leer”, “hacer la plaza”, “pasear” y todas esas cosas, para que consideremos que son personas antes que personajes, como para que una ande poniéndose al mismo nivel de insulina que ellos. Otra perspectiva, por favor. Que estamos hartos de merengue y de arroz.

Que me parece estupendo que nuestro alcalde tenga mano con la cocina, menos sofisticada, por cierto, que el candidato del PSOE que hace chocos con garbanzos, y me parece estupendo que el alcaldable del partido popular sea tan bueno que, incluso, pueda parecer otra cosa, y que el candidato de Ciudadanos se desahogue pegándole “cuatro o cinco golpes” a un saco -lo que es de agradecer, por otra parte- o que la candidata de Vox se haya leído cinco veces “Los Pilares de la Tierra” -lo que explica algunas cosas-; pero a mi me gustaría saber si tienen algo pensado para gobernar esta ciudad. Un cambio de perspectiva, por favor. Más allá de la ciudad de los niños -el problema no es la ciudad, sino dónde va ir a por los niños- y más allá de los “insectos beneficiosos”, se necesitan otras miras para la ciudad.

Tomar distancia, lo que decía Keating. El pasado lunes vi la ciudad de otra manera. Desde una azotea, convertida en terraza de un céntrico hotel, frente a las murallas, donde el sol se esforzaba por no alargar las sombras y por quedarse un rato más; donde lo de menos era la excusa que me había llevado hasta allí y lo de más, la imagen nueva de una ciudad que aún tiene mucho que decir en materia cultural. Gente normal con ganas de trabajar, de aportar su tiempo y conocimiento a treinta metros sobre el suelo. La ciudad se ve distinta desde allí arriba, desde luego. Y las ideas también.

Porque ya está bien de que la “cultura” sea el comodín del público, el saco donde cabe absolutamente lo que nadie quiere y las migajas que sobran del pastel, lo que siempre aparece en los programas electorales como la propina. Y ya es hora de que quienes nos gobiernen se tomen en serio aquello de que la cultura es un instrumento de transformación social, fundamental porque construye pensamiento y promueve la igualdad y la defensa de los derechos. Y estaré con usted en que, posiblemente, la cultura no va a cubrir las necesidades básicas de vivienda, salud o trabajo, pero sí –y en eso estará usted conmigo- en que proporciona las herramientas para la dignidad de las personas. Decía Miguel Delibes que un pueblo sin cultura es un pueblo mudo. Imagino que por eso todos nuestros políticos miran hacia abajo.

Desde el pasado lunes yo miro hacia arriba, y sueño. Porque, al fin y al cabo, todos formamos parte de la sociedad de los poetas muertos y “solo al soñar tenemos libertad, siempre fue así; y siempre así será”.

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