OPINIÓN

Pero funciona

La Universidad, como cualquier organización, tiene sus sombras. Pero, también, muchas luces, y en un nivel mucho más alto que otras

Felicidad Rodríguez

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En las últimas semanas el foco de atención nacional ha sido la universidad española que, incluso, se ha puesto en entredicho. La Universidad, como cualquier organización, tiene sus sombras. Pero, también, muchas luces, y en un nivel mucho más alto que otras. El hecho experimental es que una gran mayoría de los profesionales que salen de las aulas tienen un reconocimiento que supera, con creces, al de los nacionales de otros países. La demanda de titulados universitarios españoles es más que relevante y, de hecho, a raíz del Brexit, surgía en el Reino Unido el temor por sectores imprescindibles en los que la presencia universitaria española no es nada desdeñable. Sin ir muy lejos, en nuestra Universidad, tenemos claros ejemplos de excelencia que, a veces, trascienden a la opinión pública pero que, en la mayoría de las ocasiones, pasan desapercibidas para la casi totalidad de la gente.

Y esto no quiere decir que no existan problemas y puntos débiles. Por supuesto que los hay, pero solucionarlos, y seguir mejorando, es responsabilidad de todos; no solo de la universidad. Se ha hablado mucho del afán español por tener una titulación universitaria. En cierto modo es lógico que toda una generación sin estudios superiores desease para sus hijos un nivel académico que ellos no habían tenido la oportunidad de conseguir. El problema vino cuando eso se acompañó por un injustificado menosprecio hacia la Formación Profesional. De pronto, se produjo una carrera por todas las ciudades de España por conseguir un campus, una facultad o, al menos, una titulación. Un ejemplo de esa situación es, precisamente, nuestra provincia en la que se crearon cuatro campus y, en algunos casos, con titulaciones repetidas.

Aún hoy, cuando desde algún centro, pensando en la mejora de sus títulos y de su coordinación, se propone el traslado a Cádiz, se levantan todas las fuerzas vivas de la ciudad correspondiente, opinión pública incluida, para evitarlo de todas las maneras posibles, lo que no deja ser contradictorio con el manifestado deseo de mejorar la universidad pública. El segundo problema surgió más recientemente, en concreto, en el año 2007 con la adaptación a Bolonia «a la española». Se suponía que el objetivo era acercarnos a Europa y que nuestros títulos fueran más comprensibles. Y, también esta vez, para modernos los primeros. El Real Decreto 1393 del 2007 supuso la mayor liberalización conocida en la historia de la Universidad española; no deja de ser curioso que la liberalización, llevada a sus extremos, la liderase un gobierno socialista.

Si antes fue la multiplicación de universidades y centros, ahora tocó la multiplicación ad infinitum de los títulos. De un plumazo desapareció el listado oficial de estudios y las anteriores Directrices que obligaban a todos los títulos a cumplir con una serie de requisitos comunes, lanzándose aquello de que, para competir, cada universidad debía diseñar lo que considerase oportuno. Y para su control, un sistema de calidad excesivamente burocratizado, en el que la forma es más importante que el fondo. No se realmente si nuestro sistema universitario es así más comprensible pero, para interpretarlo, se necesita un vademecum. Y, a pesar de todo, funciona y lo hace muy bien.

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