OPINIÓN

Mi jaula

Una vez al año nos abren la jaula. Nos hablan de libertad, de transgresión, de la tierra que mana leche y miel, de mañana

Que los pájaros cantan para señalar su territorio es algo que no está científicamente probado. Ni siquiera por una de esas universidades de tercera regional, que cifran su producción intelectual, subvencionada, en las cuestiones más peregrinas. De hecho, los pocos especialistas que existen en la materia –para que vea usted en lo que pierdo el tiempo–, afirman que las aves en cautividad, seguramente, cantan de impotencia, de tristeza. Y es que, como decía el refranero, «el que canta, sus males espanta». De eso sabemos mucho por aquí, de espantar los males cantando, de tristezas y de conjurar las miserias siempre con el mismo compás.

Y es por eso, por lo que nuestro Carnaval es mucho más que un carnaval. Mucho más que unas vacaciones morales antes de la rígida Cuaresma –yo lo siento, pero los orígenes son los que son– y del ayuno y la abstinencia obligados en la vieja Europa medieval. Nuestro Carnaval es mucho más que un disfraz y un ser quien no se es durante horas; mucho más que una tesis de antropología; mucho más que una carcajada de vino y rosas; mucho más que una esquina eterna. Porque nuestro Carnaval es un desahogo, el único desahogo permitido en esta jaula en la que llevamos prisioneros tantos siglos. Cantando.

No se está mal dentro, y hace mucho más frío fuera, seguro. Porque el cautiverio nos ha domesticado tanto que hasta para mirarnos el ombligo, agachamos la cabeza. Los límites geográficos se convirtieron en limitaciones sentimentales y nos hicieron así. Conformistas, mansos, domésticos. Y amaestrados.

Una vez al año nos abren la jaula. Nos hablan de libertad, de transgresión, de la tierra que mana leche y miel, de mañana. Pero no sabemos volar, y ni siquiera tenemos alas. Miramos la puerta abierta y volvemos a mirarnos el ombligo. No se está tan mal dentro, decimos. Y cantamos. Que si es la música la que amansa a las fieras, no me extraña que seamos tan dóciles, ni que llevemos siglos cantando. Porque lo nuestro no es de ahora, ni de ayer, sino que ha ido forjándose en las fraguas del desengaño, generación tras generación. Usted lo sabe, y yo lo sé. Prisioneros en esta ciudad sin presente, ni futuro. En una jaula de historia, de escombros con pedigrí y ruinas ilustres. En una condena perpetua, en la que cada día es igual al siguiente, y al siguiente. En la que todos nos conocemos y en la que no se comparten ni las miserias. En la que sigue muriendo gente de frío, mientras miramos para otra parte; en la que nos peleamos por el alpiste que nos echan, y por el aro que nos somete; y en la que cantamos.

Esta es nuestra jaula. La jaula de nuestros abuelos, la jaula en la que crecen nuestros hijos enfermos de «tataratachín». Una jaula que durante más de un mes canta –cada vez con más miedo y menos libertad, por cierto, pagando un precio demasiado alto para ser tan correcto– para ahuyentar sus penas. No es el canto de la cigarra, sino el de la hormiga, que ve cómo pisotean su hormiguero, una y otra vez. Y sigue cantando. Y sigue envenenando a los suyos con una copla y unos nudillos que marcan un tres por cuatro o lo que sea. No tenemos remedio.

Por eso, porque somos prisioneros de nuestro destino y porque no hay peor sentencia que la de no aceptar lo que tenemos, cada año nos tiramos a la calle seguros de que no hay un mañana, ni falta que nos hace. Y somos negros, y curas, y los malos más malos del mundo; y somos campaneros, y relojeros, y mafiosos, y bufones –es lo más parecido a perro andaluz, ¿no?– y somos lo que siempre hemos sido, devotos de una religión que tiene cada vez más profetas; prisioneros, condenados a entendernos con nosotros mismos. Y no es fácil.

Por eso, aunque usted y yo dejamos la calle hace muchísimo tiempo, aunque las nieves del tiempo platearon nuestros recuerdos adolescentes, aunque ahora nos toque quitarle las flores a mayo –usted también espera despierto a sus hijos, no lo niegue–, aunque haya vuelto a ver la cabalgata –eso es lo peor, pero dura poco– y aunque jure en arameo que le molesta la carpa, sigue cantando cada febrero como un pájaro enjaulado.

Ya lo sé. No lo podemos evitar. Renovamos cada año la misma promesa ante el mismo altar, repitiendo, como una letanía sagrada, que mi suegra como ya dije, perdió las uñas y pelo escarbando en la playa, y cantándole al mismo Vaporcito que no conocieron sus hijos, pero que sigue llegando a esta tierra por cualquier esquina. Cuesta trabajo entenderlo, pero tampoco lo pretendemos. Porque a usted y a mí, nos da igual que a nuestro Carnaval lo quieran hacer patrimonio inmaterial de lo que sea, y nos da igual que un museo acartone todos los recuerdos que caben en nuestra memoria, y nos da igual que el mundo ande pendiente de nosotros. Ya lo ha dicho ‘El Chapa’: «Tu pides hoteles, yo pido más casas; tú pides turistas, yo pido valientes; tú pides negocios, yo pido más gente. Tú pides futuro, yo pido presente».

Tal vez los pájaros sí cantan para señalar su territorio, el nuestro, nuestra jaula. Feliz Carnaval. Disfrútelo, que dura poco.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación