OPINIÓN

Inmovilidad

Preso de la escayola y pierna en alto, no me queda otra que sentirme identificado con el James Steward

RAMÓN PÉREZ MONTERO

La verdad es que, preso de la escayola y pierna en alto, ahora no me queda otra que sentirme identificado con el James Steward protagonista del film de Hitchcook The rear window. En dique seco y contemplando el mundo que gira a mi alrededor desde una perspectiva casi fija. Un mundo cuyas dimensiones de espacio y tiempo andan algo trastornadas con el aumento de las distancias y la ralentización del paso de las horas.

Un simple resbalón te enfrenta al carácter azaroso de nuestra existencia. Te hace entender que la vida puede cambiar de rumbo de un instante para otro. Caminamos con una seguridad ficticia y nos hacemos planes de futuro que se pueden ir al traste de un minuto para otro. Vendas que colocamos ante nuestros ojos para, cuando menos, hacer soportable el continuo vértigo del vivir.

Tratando de recortar minutos al día, leo ahora con pasión el libro Quantum Mind, de Arnold Mindell. Camino tras sus pasos por el borde entre física y psicología que él mismo traza, dejándome convencer de que un pie roto en el plano de la realidad no te impide moverte libremente por el mundo de los sueños. Siendo el territorio de lo real el reducto mínimo de lo que podemos ver frente al vasto universo de lo invisible. Lo numinoso como telón de fondo de las formas que somos capaces de detectar por medio de nuestros sentidos ordinarios.

La televisión, como otra forma de combatir el tedio de mi inesperada cotidianeidad, constituye mi ventana indiscreta. Me evado por momentos con ese nuevo opio del pueblo del credo futbolístico, donde multimillonarios en calzón corto se erigen en los semidioses de las modernas mitologías. O contemplo, del modo en que lo hace el fotógrafo Jefferies desde su apartamento, la marcha de la actualidad en los noticiarios. Asisto, pues, pasmado a esa cumbre de alta peluquería que ha sido el encuentro entre Trump y Kim. El flequillo rubio pollo del vaquero fanfarrón frente al rapado del coreano que, pese a todo, no permite leerle los pensamientos (como decíamos cuando niños al ver a un compañero pelado al cero). Dispuestos ambos, en su papel de líderes de masas, a pagar el precio en sangre de muchos de sus telespectadores.

Por medio del teleobjetivo indiscreto de las cámaras de televisión, soy testigo del gran holocausto casi diario del drama migratorio. Nuestra pequeña ínsula de bienestar y progreso ilusorio viéndose asediada, invadida, orlada de los cadáveres flotantes de los cientos de miles que acuden a comer nuestras migajas. Alguien, en un alarde de racionalidad, superpuso días atrás un mapa de la diminuta Europa sobre el del continente africano, para demostrar palpablemente que este segundo no cabe en el primero. En términos de geografía humana indudablemente no, pero sí que han cabido siempre, y continúan cabiendo, sus materias primas y su mano de obra esclava. Estamos empezando a tomar conciencia de que tendremos que pagar el precio, todavía no muy alto, de siglos de explotación y masacre.

Prefiero apartar mi vista de esa ventana indiscreta de crímenes diarios y asesinos encumbrados, y devolverla de inmediato al libro. Mindell, cuando menos, me ofrece un soplo de esperanza al vaticinar un futuro desarrollo científico donde la estricta razón humana dé entrada, en el cálculo de sus fórmulas, a los sueños de los hombres. El universo que nos ha creado y que creamos nosotros al mismo tiempo, no solo está constituido por lo que es capaz de procesar las implacables algoritmos de nuestra razón.

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