OPINIÓN

La infancia recuperada

Pertenecemos a una generación que ha decidido no envejecer, novedad demográfica parecida a lo que en su día se reconoció como adolescencia

Julio Malo

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Es el título de una obra publicada por Fernando Savater en 1976 que desde entonces ha conocido múltiples reediciones y es libro de cabecera para quienes nos rebelamos contra la punzada abrasadora del tiempo. El filósofo escribió ‘La Infancia Recuperada’ en unos momentos decisivos de nuestra historia, al final de la dictadura y comienzos de una imprecisa «transición». También representa un punto de inflexión en la prolífica producción de un autor que había participado en las revueltas estudiantiles de su época juvenil y mantuvo en sus escritos posturas muy radicales. Creo que fue por entonces cuando dijo: «He sido un izquierdista sin crueldad y aspiro a convertirme en un conservador sin vileza»; debo confesar que durante algún tiempo hice mía esa frase, la cual no deja de sonar a cínica ‘boutade’. La edición de 1994 la dedica el profesor de ética a su hijo Amador para quien declara ser centinela de sus cuentos. Penguin acaba de reimprimir la duodécima edición de 2015, buena ocasión para dejarse guiar por Savater en la relectura de esas narraciones que nos devuelven la edad feliz, inocente y desalmada, pues como sostenía Rainer Maria Rilke: «No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia».

Llegué a Cádiz aún niño desde una isla volcánica en medio del Océano, mi infancia discurrió en una casita de tejas verdes con amplio jardín ornado mediante pérgola y fuente de mayólica; delante de su cerca discurría el tranvía cuyo ruidoso paso acompañaba mis viajes en ‘La Hispaniola’ con Jim Hawkins y Long John Silver, o en el ‘Nautilus’ con el Capitán Nemo; las travesuras de Guillermo Brown en su pueblito inglés, las peripecias del pirata de Mompracen, y los riesgos de un forastero en Sacramento. También la belleza de Singhi-Lay, la mujer pirata enamorada de un Capitán Trueno quien inexplicablemente prefería a una edulcorada vikinga llamada Sigrid. Y la exquisita limpieza de los dibujos de Hergé; a Tintín le debo un provechoso regalo, gracias a sus aventuras aprendí a leer en francés, ya que los álbumes de la Editorial Juventud aún no llegaban a la librería Cerón y mis padres me traían desde Tánger las ediciones belgas.

Recuerdo que todas esas peripecias leídas y soñadas inspiraban también nuestros juegos de chiquillos libres e irresponsables. La banda de proscritos que formábamos reproducía los hábitos de Guillermo Brown, como beber agua manchada de regaliz al modo de las narraciones de Richmal Crompton, la anciana profesora inglesa vestida de negro que supo adoptar como nadie el punto de vista del niño. Esa fratría forjada en los tiempos alegres y despreocupados sobrevive en recuerdos teñidos por las historias que luego hemos contado a hijos y nietos. Recuerdos que marcan como esos pequeños cortes de sangre en las manos cual rito iniciático para sellar la lealtad al grupo; porque tal como decía Borges, la amistad al contrario del amor no exige de la frecuentación. Cuando paseo de nuevo con Pablo Juliá o con Juan Acuña, por esa larga línea del perfil oceánico de Cádiz, aún sentimos el perfume de la aventura marinera. Pertenecemos a una generación que ha decidido no envejecer, una franja social entre los cincuenta y setenta o más años, novedad demográfica parecida a lo que en su día se reconoció como adolescencia para identificar a una masa de niños en cuerpos crecidos. La juventud la llevamos en las narraciones y las aventuras compartidas con saludables dosis de alegría y de rebeldía.

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