HoJA ROJA

Grandes señales

Se nos quemó Notre Dame, y digo ‘se’ porque, por momentos, parecía que todos nos habíamos criado en la catedral

Si aún creyésemos en oráculos y en profetas estaríamos ya implorando piedad al cielo y sacrificando palomas y corderos por las esquinas. Si aún leyésemos el vuelo errático de las aves migratorias y estudiásemos las formas caprichosas de los posos del café, iríamos dando gritos por las calles, despojándonos de nuestras vestiduras y entregando todos nuestros bienes a los pobres, porque el mundo, definitivamente, está dando las últimas boqueadas –que es una palabra muy fea pero que todos sabemos interpretar perfectamente– y hay señales inequívocas de un inminente cambio de ciclo. No, no me he vuelto una sibila de repente ni me ha captado una secta apocalíptica, ni he visto el Ajenjo cerca de La Caleta. Simplemente abro a diario los periódicos, y si no los cierro de inmediato es porque soy bastante masoquista.

Haga la prueba; solo con lo que ha pasado esta semana, no es necesario escarbar en las hemerotecas ni echar la vista más atrás de lo que permita el cuello. Grandes señales, que dirían nuestros abuelos de la morería, de que hemos perdido el norte, el sur, este y hasta el lejano oeste, porque no es que vivamos en la ciudad sin ley, sino que hemos asumido aquello de que si hay algo que pueda salir mal, saldrá peor todavía, como decía Murphy.

En fin, no daré más rodeos. Esta semana, el lunes, se nos quemó Notre Dame; y digo «se» porque, por momentos, parecía que todos nos habíamos criado en la catedral de París. El corazón de Europa, el símbolo de la cristiandad medieval, el relicario de nuestras tradiciones… ya sabe, una foto en la plaza Jean Paul II tomada durante el viaje de fin de curso de hace treinta años y un comentario tipo «desolación», «abatimiento» y ya tenía uno el tuit perfecto con el que sumarse a la marea apocalíptica, «el fuego ha devorado nuestros pilares». La aguja –confiéselo, ni se había dado cuenta de que Notre Dame tenía un aguja– cayendo en llamas, se ha convertido en símbolo de vaya usted a saber qué presagio. Tanto, que en apenas dos días, se habían recaudado más de setecientos millones de euros –tres veces más que el presupuesto anual de Somalia, por ejemplo– para la restauración del templo. Donaciones de manos privadas, en su mayoría, de grandes empresas y de familias muy poderosas, a las que por cierto, nunca se las ha visto interesadas en la restauración del patrimonio histórico. ¡Qué se le va a hacer!, recuerde lo que le dije antes, lo de despojarse de las vestiduras y eso.

El martes, el debate electoral a seis puso de manifiesto que, además de no saber debatir ni defender un proyecto de nación, nuestros políticos están capacitados para oficiar ceremonias y rituales de ofrenda mística. Sólo faltó la sangre derramada de dos tórtolas vírgenes sobre el altar. Si estos son los profetas, mejor no saber cómo serán los dioses. Del «sí, sí, sí hasta el final» a la pelea de bar de Alsasua pasando por la jerga pandillera de algunos y el mandamiento final de «no tomarás el nombre de Andalucía en vano», lo único que quedó claro es que no tenemos nada claro el rumbo que está tomando la política de este país. O quizá sí. Grandes señales, insisto.

El miércoles, entre llantos cofrades y mantillas despistadas, un joven yihadista confesaba su intención de saltar por los aires, sembrando la tragedia, en medio de los cortejos procesionales en Sevilla, al más puro estilo Dan Brown o Amenábar. Zouhair El Bouhdidi estudiaba en la Universidad de Sevilla, era aparentemente normal, sea lo que sea ser normal, «ese chico no es un radical, le habla a las mujeres y fuma», y alguna que otra vez había manifestado su intención de ser policía –qué le vamos a hacer–, aunque le pudo más la cosa de llegar al cielo antes que nadie y morir mártir. La detención en Marruecos dio al traste con sus intenciones, que habrían tenido consecuencias aún más nefastas a una semana de las elecciones generales. Interprételo usted como quiera, pero no pierda de vista nunca lo de Abenámar y el día que nació, que «estaba la mar en calma, la luna estaba crecida».

El jueves conocíamos la lista que el Partido Popular presenta para las elecciones municipales. Una lista que ellos venden como «renovadora» y que salvo honrosas incorporaciones, suena a más de lo mismo, y una lista «joven», con una media de 42 años, lo que en principio no es muy joven que se diga, pero teniendo en cuenta la media de la ciudad e incluso del país, representa claramente otra señal inequívoca del invierno demográfico que dicen los cursis que estamos atravesando.

Todo esto, en una semana que ha estado adobada con las visitas pastorales de los candidatos a lo que sea, en las mañanas semanasanteras, lo mismo para escuchar una saeta que para recibir una medalla o para hacerse una foto, o fingir interés en los estrenos. Qué más da. Todo son señales de que algo está por venir.

Menos mal que hoy es domingo de Resurrección, que si algo bueno tiene, es su carácter profético. De todo esto, también saldremos, lo que ya no atrevería a decir es por qué puerta será.

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