Hola Roja

El Gran Carnaval

El pueblo sigue tan ávido de desgracias como siempre, pero ahora tiene dos juguetes nuevos:las redes sociales y el zapping

De pronto todo el mundo, además de ser expertos en geología, minería, organización de grupos, supervivencia en situaciones extremas, topología, ingeniería y construcción de pozos, había visto ‘El gran carnaval’ de Billy Wilder, –que no es precisamente una de sus mejores películas– y sabía perfectamente de qué iba el asunto, y por tanto, se sentía legitimado para opinar de manera apasionada y vehemente. No es nada nuevo esto de empatizar con las tragedias ajenas, nos viene de antiguo, y de literario, por cierto. Porque eso que ahora llaman prensa sensacionalista no arranca ni siquiera en ‘El Caso’, sino en los pliegos de cordel y en los romances de ciego que iban de pueblo en pueblo narrando tragedias, robos, crímenes y demás miserias con las que el pueblo se regodeaba y asumía así una de las características más innobles del género humano, la de encontrar consuelo en la desgracia ajena. Intentar conocer hasta el más ínfimo y escabroso detalle de lo que les pasa a otros no es de cotillas sino de natural, porque uno solo se reconcilia consigo mismo constatando que a otros les va peor, o que son más feos, o más pobres o que viven sumidos en un pozo –solo es un juego de palabras– del que nunca podrán salir.

El folletín fue el modelo de producción editorial que más éxito tuvo en el siglo XIX, precisamente cuando la prensa iba tomando la forma en la que hoy en día la reconocemos y se nutría, en gran medida, de estos pequeños relatos –o grandes relatos– que, semana tras semana, traían en vilo a sus suscriptores. Porque estos suscriptores eran los que daban la medida exacta al folletín, estableciendo una relación triangular entre el autor, los personajes y los lectores que definía un espacio de delirio inmerso en la cotidianeidad de todos los involucrados: el autor, que tenía que estirar o acortar la historia, los personajes, que estaban sometidos a la dictadura de la desgracia continua, y los lectores que con su aportación semanal daban sentido a la historia y decidían hasta cuando iban a soportar la desdicha de la pequeña huérfana ultrajada por el guardián del asilo–es un poner– antes de descubrir que era hija de una gran dama que la abandonó al nacer a la puerta de un convento. Cuanta más tragedia, más entregas del folletín y, por tanto, más tirada en los periódicos. Esto es así. Tan fácil como el mecanismo de un chupete. Cuando la historia conseguía captar la atención del público, era cuando se alcanzaba la cuadratura del círculo. Un modelo, este del folletín literario, que luego pasaría a las ondas radiofónicas y conseguiría el mismo efecto pero esta vez con los oyentes hipnotizados ante el transistor; y más tarde a la telenovela.

Pero como usted y yo sabemos, la realidad supera siempre a la ficción, y muy pronto las doncellas mancilladas, los súbitos golpes de suerte con herencias de parientes lejanos y el tormento de dos amantes que descubren ser hermanos, cedieron protagonismo lo mismo a las lágrimas del último expulsado de un reality que a las palabra de consuelo de un pastor evangélico convertido en político de poca monta. Es el show. Y estas son sus reglas.

La realidad tiene formato de melodrama y no son la prensa, ni la televisión, ni la radio las que crean el morbo; “yo no provoco los sucesos, lo único que hago es contarlos” decía Kirk Douglas en la película de Wilder, en la que interpreta a un periodista que descubre un filón mientras un hombre espera en el fondo de una cueva un rescate que tarda en llegar más de lo esperado y que genera, en torno al interés informativo, todo un circo de televisiones, emisoras de radio, puestos de comida, pastores que rezan, capaz de mantener la atención mediática de todo un país y de dividir las opiniones de la sociedad que van poniéndose de un lado o de otro conforme van pasando las horas del angustioso rescate. Ya ve. La película es de 1951, y sí, guarda tanto parecido con la realidad que asusta.

El pueblo sigue tan ávido de desgracias como siempre, pero ahora tiene dos juguetes nuevos: las redes sociales, en las que roba protagonismo al autor del folletín, dirigiendo el argumento e introduciendo nuevos personajes, y el zapping. Solo cuando el folletín deja de tener interés cambiará de canal, con lo que todas las emisoras se esforzarán por mantener la tensión, mantener la atención y mantener al espectador, proponiéndole lo que sea: una vecina que se ha tomado un diazepán, otra que ha dejado su trabajo para ir a cantar ‘aleluya’ a los pies de un calvario; un vecino que escuchó algo que podría parecer, la vida cotidiana de un minero, un señor que pasaba por allí…y los bulos.

La historia de Totalán no es la historia de la solidaridad, ni de la unión de distintas sensibilidades, ni el canto a la concordia. Tampoco es el elogio a los Cuerpos de Seguridad del Estado, ni a los mineros, ni a los ingenieros, aunque todo eso sea la historia de Totalán, porque la historia de Totalán es el cuento más antiguo del mundo.

Durante las horas que hemos estado esperando el milagro, han pasado muchas cosas en este país. Pero nosotros estábamos en otra película, en la de Billy Wilder.

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