José Landi

El gatopardo

Es demasiado favor comparar pero la perfumada desvergüenza de ambos personajes es idéntica. Comparten la estirada tristeza ante la falta de reconocimiento, la consideración de que todo privilegio, todo abuso, fue natural, disculpable, inevitable, de que todo mal fue necesario

Todas las semanas son buenas para releer o revisar ‘El gatopardo’. Pero esta fue mejor. Suena ridículo comparar al Príncipe de Salina con el rey de los desgarbados, al solemne Burt Lancaster con el patoso. Con todo, las ideas imperecederas resisten al tiempo que tumba a sus propietarios , a los que tratan de cedérselas a sus hijos. Ya sabe manida la reflexión «es necesario que todo cambie para que todo siga igual», que aparece dos veces en el guión y una decena en la novela.

Hay muchas. Desde «qué gran tierra sería Sicilia con menos jesuítas» hasta las explicaciones sobre la condición siciliana, o de todo sureño, en la escena entre el gran aristócrata protagonista –manipulador, hipócrita, soberbio y decadente– y el enviado desde el rico norte. «Los conquistadores vinieron a enseñarnos buenos modales pero no lo consiguieron porque nos consideramos dioses». «Nuestra vanidad es más fuerte que nuestra miseria» . «Han tratado de invadirnos durante 25 siglos creyendo que deseamos mejorar pero ya nos creemos mejores».

En las confesiones que Giussepe Tomasi di Lampedusa pone en boca del personaje de su única y póstuma novela se reconocen todos los sures. Del Mezzogiorno a Bavaria, de Alabama hasta Andalucía, del Algarve a La Línea. Pero ante todo deja testamento del desencanto eterno ante la política. Es demasiado favor comparar al neoyorkino con el gallego pero la perfumada desvergüenza de ambos personajes es idéntica. Comparten la distinguida tristeza ante la falta de reconocimiento, la consideración de que todo privilegio, todo abuso, fue natural, disculpable, inevitable, de que todo mal fue necesario.

La insolente melancolía del vals en palacio, la indecente suntuosidad del banquete mientras fuera mueren entre moscas y la sobremesa infinita con whisky huelen a desesperanza. Hubo algo de trágica sordera en el encierro en el restaurante madrileño , mientras Italia se desmoronaba frente a los colorines cándidos de Garibaldi para luego reaparecer ilesa, intacta.

Resulta inevitable ponerle ojitos a cada revolución sonriente. Levantamos ilusiones en 2010. Las lavamos, las tendemos, ahora. Más mujeres que nunca. Más profesionales que nunca. Más expertos que nunca. Somos mejores que nunca. Más amenazas que nunca. Más enemigos que nunca. Y la frase de siempre, el lema de ‘El gatopardo’: Es necesario que todo cambie para que todo siga igual. Para creer lo contrario hace falta mucha inocencia, confianza en el género humano. Es preciso tener la suerte de confiar en la gente y eso está al alcance de unos pocos .

La mayoría, el príncipe de Salina, el destronado rey de los desgarbados, tienen que confesar que «carecen de ilusiones» antes de irse a morir solos después de haber garantizado los desmanes. Tienen que rendirse para dejar paso a los más jóvenes con la certeza cínica y criminal de que los venideros –Tancredi o Pedro Sánchez– cometerán los mismos errores, idénticos delitos, parecidas decepciones y algún acierto casual. Todos son el mismo, nada cambia y si lo hace, es para seguir igual. Es su legado, con el último veneno que les queda.

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