Antonio Papell - OPINIÓN

El destino del mundo

Los ciudadanos de Occidente están hartos de reconversiones y de deslocalizaciones, consecuencia indeseable del abatimiento de las fronteras

Antonio Papell
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La trascendencia de las elecciones norteamericanas puede parecer melodramática pero es evidente que los norteamericanos han decidido no sólo el signo de su gobierno durante los próximos cuatro años sino también el destino del mundo en ese mismo periodo de tiempo.

Por una parte, es indiscutible que en un contexto globalizado como el actual, la dirección política que adopte la primera potencia, la tecnológicamente más avanzada, la que ejerce incluso el predominio militar en el planeta, al que redimió literalmente en la Segunda Guerra Mundial, tendrá repercusiones en diversos sentidos y en todas partes. Pero, además, el dilema que han de resolver los norteamericanos incide decisivamente en la evolución ideológica de Occidente, como ya sucedió en los años 80, con la irrupción del neoliberalismo de la mano de Ronald Reagan en USA y de Margaret Tatcher en Europa, y más tarde con el surgimiento de unas nuevas tesis socialdemócratas impulsadas por Clinton, primero, y por Obama, más tarde, que han hecho fortuna en América pero que no consiguen levantar el vuelo en Europa.

En esta ocasión, compiten en Norteamérica el establishment encarnado por Hillary Clinton, y el populismo representado por Trump, que es básicamente líder de una movilización antisistema que se ha organizado mediante la explotación del desencanto y la irritación experimentados por una parte notable de la población que ha resultado seriamente dañada por la crisis, que ve cómo desaparecen los fundamentos económicos en que se asentaba, que ha de adaptarse a nuevas formas de trabajo, que observa cómo se queda atrás en la carrera de la competitividad. A esa gente se le ha ofrecido como alternativa la ruptura radical con el statu quo y un discurso que incluye postulados racistas, recetas contra la inmigración y, por supuesto, creciente proteccionismo. Trump es, en definitiva, una fuerza heterodoxa y populista transversal que, por su oposición al statu quo, es comparable al UKIP británico, al Frente Nacional francés, al movimiento M5S italiano, a la Syriza griega, a las fuerzas holandesas antiinmigración y al Podemos español.

Esta evidencia no implica que la opción alternativa, la que representa Hillary Clinton, sea un dechado de virtudes: la esposa de Bill Clinton, que permaneció con él en la Casa Blanca ocho años, que después perdió las primarias con Obama y sin embargo fue secretaria de Estado del primer presidente negro, tiene todos los tics de la burocratización whasingtoniana, y representa a los distintos circuitos del poder y del dinero USA, como lo demuestra el hecho de que, pese a pertenecer al Partido Demócrata, sea la preferida de Wall Street. Tampoco Clinton asumirá el impopular legado de Obama del TTIP, el acuerdo comercial con Europa que va en el camino de la globalización real, aunque precipita quizá la integración económica sin haber planteado antes la armonización fiscal y social. Los ciudadanos de Occidente están hartos de reconversiones y de deslocalizaciones, consecuencia indeseable del abatimiento de las fronteras. No es por tanto malsano que la sociedad civil de nuestros países frene la audacia empresarial en tanto no se evite, por ejemplo, el dumping social, mediante el cual las multinacionales consiguen en el Tercer Mundo precios competitivos para fabricar sus productos a costa de la explotación brutal de los trabajadores de esos países.

En definitiva, la mayor trascendencia de estas elecciones es ideológica: si gana Clinton, habrá esperanza de perfeccionar nuestros sistemas de libertades; si gana Trump, el mundo habrá cedido a las pasiones primarias y a las simplificaciones reaccionarias.

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