Enrique Montiel de Arnáiz - OPINIÓN

Clandestinos en la Clandestina

Agotado por una semana complicada, yo pensaba en nada. Me dedicaba a observar

Enrique Montiel de Arnáiz
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Al salir de la tertulia de El Mirador de Onda Cádiz una lluvia intermitente manipulaba los colores de la mañana. Me ofrecí a acercar al centro a mis compañeras de plató, dos comunicadoras confluentes: Rocío Sáez y Antonia Ceballos. Luego, aparqué frente a Gadir y fui andando hasta el café-librería La Clandestina. Todas las mesas estaban ocupadas, así que me planté en la barra y pedí un zumo de naranja natural y un mollete. Era pronto aún para comprar pan artesanal de cereales del Palmar. A mi derecha se sentó un crucerista inglés: quería un capuccino. Explicó a la dependienta que sabía pedir cafés en cuatro idiomas. «Yo sólo hablo el gaditano», respondió la mujer. A mi izquierda, una atractiva pelirroja se homenajeaba con aceite y tomate.

Era cliente habitual, dejó propina. Agotado por una semana complicada, yo pensaba en nada. Me dedicaba a observar, a buscar el detalle en la anécdota, ejercitando el arte de mirar. Cuando me desayuné fui a examinar los anaqueles, a la caza de algún ejemplar que me obligara a romper mi promesa de no comprar más libros, una vez más. No tuve suerte. Al girarme en dirección a la puerta de salida la anécdota se revistió de casualidad. En el rincón más clandestino de La Clandestina, guarecida por columnas de libros, una mesa había sido ocupada por tres personas: José Vicente Barcia, jefe de gabinete del Alcalde de Cádiz, Federico Pérez Peralta, ex secretario general del PSOE gaditano, y una tercera persona que me pareció Luis Ben. Hablaban con cierta vehemencia, como si urdieran un plan de escape de una prisión japonesa a través de un tercer puente que se alzara sobre el Río Kwai. Admiraba aquella escena clandestina planteándome si se acercaba el pacto en los presupuestos o se gestaba el aroma de la puñalada intestina cuando se abrió la puerta del local y apareció otro pistolero en el Saloon, buscando pan del Palmar. En cuanto los ocupantes de la mesa esquinera lo vieron entrar pidieron la multa a la camarera y salieron del local. Quizás fuera casualidad, puede que tuvieran prisa. Probablemente sea yo un malpensado. Lo cierto es que conseguí resistir la tentación de comprar otro libro gracias al pérfido aroma de una traición clandestina.

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