José Manuel Hesle

La ceguera

La pobreza y el sufrimiento continúan enriqueciendo a quienes los producen

José Manuel Hesle
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Cuando no queremos, podemos o no nos dejan hacer uso de la capacidad de raciocinio, no nos queda otra que ver pasar la imagen fija de una realidad fría y sin pulso que parece no tener nada que ver con nosotros a no ser que nos enfile directamente y por derecho. Aún así, a los otros les importará tanto nuestro dolor como a nosotros nos impacta el suyo. Los acontecimientos se suceden de manera frenética, la tecnología se ocupa de servírnos los online y cada cual contribuimos a viralizarlos en cuestión de segundos. Hechos que acaban de suceder, por muy dramáticos que sean, ceden su vigencia a otros nuevos. Tenemos el tiempo justo, como en otra columna apuntara Apaolaza, para encender alguna vela y depositar algunas flores.

Escribir un mensaje sobre una pancarta o si acaso lanzarlo al aire. Pasamos de ser París a ser Bruselas. Ya menos Ankara, Kenia, Mali, Bagdad, Yemen, Beirut o Pakistán. Están lejos de aquí.. Vertiginosas las situaciones se escalonan sin conceder tregua a la aflicción, ni a la reflexión. Nos acostumbramos demasiado pronto al horror y al espanto. A la muerte en las paradisíacas aguas de Lesbos, a la desesperación de quienes se lanzan bajo las concertinas, de probable fabricación española, en la frontera macedonia, al llanto desconsolado de la niña rapada para librarla de los piojos y otras inmundicias a las que jamás pudo hacerse acreedora, a la piel amoratada del bebé lavado a la intemperie con agua de botella. A soportar la mirada triste e implorante de los críos sobre el barro y entre los raíles de Idomeni. Nos habituamos y pudieran ser los nuestros. Pero no lo son. Nos endurecemos ante la preñada bajo la lluvia que meses atrás, como mi hija hoy, todavía conseguía llevar ilusión a cada instante de cada día imaginando la cara de quien guarda en sus entrañas, trenzando mil nombres dignos de hacerle justicia y adivinándole un porvenir con dignidad y sin sobresaltos aún en tierra ajena. Soñaba hace meses. Antes de que Europa, la de los pueblos, con la complicidad de nuestro gobierno en funciones, cercenara sus anhelos de huir de las bombas y vivir en paz. Nos impermeabilizamos a pesar de que sea otro el propósito de quienes desde su profesión nos trasladan la cara más amarga de la ralea humana.

Aquí, concedemos carta de normalidad a una calle plagada de gentes sin oficio, ni beneficio, con rostro jóven las más, a las once de la mañana. A la cola de carritos en la calle Santiago; a la mirada perdida de quienes yacen en los jardines de Canalejas o sobre los escalones del antiguo banco Atlántico. Al hedor de la miseria y al desaliño de la soledad. A las familias en paro, y por ende sin techo y sin comida, que continúan llevando su angustia hasta el Salón de Plenos. A todo nos amoldamos. Y más que impactarnos contribuimos a mantener la situación mostrándonos más presurosos en apuntarnos al reparto de alimentos, entonando rancias excusas, que a favorecer la toma de conciencia sobre el origen de los males que aquejan como siempre a los más vulnerables. A imputar a cada cual su responsabilidad. Es bueno que haya pobres para que otros inviertan en paraísos celestes y también en emporios terrenales. La pobreza y el sufrimiento continúan enriqueciendo a quienes los producen. Los excluidos lo son aquí y en cualquier otro sitio, por la avaricia de los menos, la connivencia de los de en medio y la ineptitud de los más para analizar crítica y comprometidamente lo que pasa. La Caixa acaba de reclutar 268 voluntarios para realizar acciones solidarias. Los que se consideran ayuda de los pobres son los que, a decir de Gonzalo Puente, fabrican las estructuras en las que se engendra la pobreza. Los que reparten en limosnas lo que roban con descaro. Mantener abiertos los ojos, infiere Saramago en su ensayo de la ceguera, es de responsabilidad frente a cuantos permanecen ciegos.

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