OPINIÓN

Sillas

En la mesa de la precariedad te sientan y de la mesa de la precariedad uno se va al suelo, como un niño, a tocar fondo

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Hay días que uno se levanta de madrugada, se sienta en el suelo y piensa en para qué sirve una silla. Llevo haciéndolo desde niño. Al principio, como hacen todos los niños. Pero luego ya más adulto, de repente, al entrar por la puerta del primer piso en que viví solo, tirarme al suelo fue mi primer instinto y así lo he seguido haciendo siempre que he podido. No tiene, lo admito, ningún aspecto positivo, principalmente porque al final en el suelo nunca encuentras la posición y el culo se te pone blando y se te duerme y dices: «claro, para esto sirve una silla». Pero, al menos así me pasa, finalmente se te olvida, y prefieres más la libertad del culo que busca y no del culo que tiene muy claro dónde va a ir. De ahí lo del culo inquieto, supongo.

La primera vez que me dejó la novia, tendría yo menos de 20 años, criaturita, empecé a llorar y me tiré en mitad de la calle a llorar, en el suelo, primero de cuclillas y luego con el culo ahí, en el suelo. La mayor parte de las cosas que hacemos las hacemos no según la lógica, sino porque entramos en esa esfera donde lo familiar se te cruza con el deseo y el deseo con el pensamiento intrusivo y así, uno solo escapa y se sienta en el suelo o donde pise. Muy pocas veces hay una silla preparada para todos los momentos exactos de la vida. Y quien sí las tiene, ya te digo yo que miente, o que tiene el culo de un príncipe y a esos siempre hay otros que se les acercan a sus posaderas a ponerles un cojín antes de tocar fondo.

Escribo esta columna en el suelo, porque hace 42 grados y el suelo, el fondo, a veces es más cómodo que una silla maltrecha. Mi perro, que sabe bien de lo que hablo, está conmigo en la faena, cociéndose como un avestruz, se atiza el morro contra la losa y mientras me quito el sudor de la frente y me tumbo y me desperezo somos dos que se atizan contra la losa y, hasta cierto punto, estamos juntos en la incertidumbre. Kantor, un dramaturgo polaco, decía: «En el fondo, el artista debe estar siempre en el fondo, porque solo desde el fondo se puede gritar para ser oídos». E intentamos hacerle caso.

Dicen que a la gente que trabaja en Google les ponen unas sillas así como de mentira, taburetes que son montículos y toboganes raros, todo para evitar que se sienten mínimamente a gusto y que produzcan siempre un poco más. Cada día un poco más. Para salir del área de confort y todo eso. A mí me pasa al revés. Busco el sitio incómodo porque la comodidad repetida es una trampa si quienes te sientan a la mesa quieren hacer que te tragues sí o sí lo que ellos han decidido que toca. Y miro a mis amigos, los que tienen mi edad, algunos un poco más, otros un poco menos, pero creo que están hartos de lo que les toca, aunque a fin de cuentas haya pocas alternativas si no quieres que te duela el culo. En la mesa de la precariedad te sientan y de la mesa de la precariedad uno se va al suelo, como un niño, a tocar fondo.

Supongo que, como decía Kantor, solo queda gritar. Para ser oídos. Así que en plena precampaña electoral, quería yo decir solo dos cosas. La primera que la moral es una tumba abierta donde el muerto se lo hace. Que lo que debe regir una sociedad y, en general, cualquier relación humana, es cierta empatía y cierta calma, aunque sea un afecto impostado en el que se fundamente la fe de la convivencia, nunca unas ideas que castren a quienes no encajen en el argumentario. La segunda, que sentarse a la mesa con determinados sujetos a quienes en torno a esa moral no les importaría quitarse a más de uno de en medio es un peligro que nunca deberíamos correr. Por mucha silla que haya en juego, la del mejor restaurante o la de un consejo de ministros. Si no queda otra, os hago sitio en el suelo. Se está más fresquito. Y con la conciencia más tranquila.

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