OPINIÓN

«No quiero vivir con sabor a poco»

La cosa es entender que en esa incertidumbre se debe vivir sin pillar atajos y saber que todos estamos en el mismo saco

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La pintada ha aparecido hace unos días frente a la puerta de mi casa. En un primer momento me pareció cursi. Yo salía tranquilamente al paseíto de ordenar la cabeza por las tardes, que no sé si tú también practicas el tema, pero a mí cuando me da el fresco como que todo va mejor. La cosa es que allí estaba escrito el asunto: «No quiero vivir con sabor a poco». Lo que a mí más me gusta de las pintadas es imaginarme los porqués de la gente para dejar la huella en la pared. Unos ponen garabatos por aburrimiento, otros copietean canciones que les gustan y otros colocan mensajes a terceros con la intención de decir en diferido lo que no se atreven a decir cara a cara.

También, siempre me pareció tierno, los enamorados dejan sus nombres ahí puestos, uno con otro, como la prueba material de que ese amor existe. Anita, en un arrebato adolescente, medio riéndose mientras yo hablaba por teléfono, puso los nuestros. Entre medias colocó un corazón chico, lo rodeó con un círculo y puso los nombres arriba y debajo de Pepe y Leo, nuestro perro y nuestro gato. La familia, vaya. Los muchachos de ahora construimos las unidades familiares así, adoptando bichos a los que ponemos nombres y con incertidumbres que la mayor parte del tiempo nos da miedo nombrar.

La cosa es que la pintada del que «no quería vivir con sabor a poco» se le ocurrió dibujarla ahí, a pocos centímetros de la certificación pictórica de nuestra relación y, de alguna manera, pensé que, sí, que es lógico. A muchos les puede saber a poco cómo construimos nuestras vidas hoy día los muchachos precarios de nuestra generación. Hay pocas certezas y eso cuesta asumirlo. De repente hay cuestiones que antes se vivían con naturalidad pasmosa y que ahora se complejizan hasta límites indeterminados. En el centro está lo de los hijos. Todos hemos hecho la cuenta: a la edad en que nuestros padres nos tuvieron, nosotros aún parecíamos adolescentes y, a la edad que ahora tenemos, probablemente ya irían por el segundo. La disonancia es tal que llegados a los 30 años seguimos haciendo pintadas en el barrio, fíjate.

Sin embargo, aunque yo no tenga todavía nada claro, hay una postura naif con esto de construir familias en el siglo XXI que a mí me molesta siempre. Se basa en un discurso que viene decir que hemos olvidado cómo se hacían las cosas, que nos hemos equivocado, y que plantea una disyuntiva cada vez más extendida que dice que hay que elegir entre pagar Netflix o tener churumbeles. Es normalmente la misma que pide vueltas al pasado como solución de cualquier cosa. «Esto antes no pasaba», esa frase horrible que deja un arco entre los 90 y el franquismo como ese 'antes' y que debería poner a cualquiera los pelos de punta.

Verás, la nostalgia como motor de acción está avocada al fracaso porque, si tú quieres, cualquier tiempo pasado es mejor, ya se sabe. De hecho, si te soy sincero no hay nada que me ponga más nervioso que 'la vuelta a las esencias' porque la esencia de las cosas normalmente es una trola interesada como un camión de grande. Pero ahí está dicho. En las teles, en las redes, en las radios, en los periódicos. Tiene su gracia porque igual te la puede soltar Mario Vaquerizo como Ana Iris Simón, no importa el barrio.

Yo entiendo el acojone, pero por más que lo pienso, estas llamadas a los 'tiempos mejores' no pueden parecerme más que un acto de cobardía. Y estoy convencido que si algo se ha tener en esta época, a la que muchos aún no le hemos pillado el punto, es lo contrario. Se trata más bien de atreverse a conocer, a pensar, a crear. La familia tradicional tenía tantas taras como las nuestras, hazme caso. La cosa es entender que en esa incertidumbre se debe vivir sin pillar atajos y saber que todos estamos en el mismo saco. Y pensándolo, sí, quizás no es todo culpa de unos reaccionarios con demasiado altavoz, pero a lo mejor no es que la vida sepa a poco, sino que, más allá de que la mayoría no tengamos un duro ni previsiones de ello y lleguen o no los niños, por una razón u otra, todavía no hemos aprendido a degustarla.

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