Imprecisa pureza

Llegado septiembre toca despedir al menos a un par de colegas que se van a vivir ese sueño, el de la capital, como quienes quieren, de repente, conquistar el mundo y se envalentonan

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Irse a Madrid es uno de esos mitos eternos que de tan escritos ya dan pereza y de tan repetidos ya ni escuecen. Si vives en las provincias, es costumbre. Llegado septiembre toca despedir al menos a un par de colegas que se van a vivir ese sueño, el de la capital, como quienes quieren, de repente, conquistar el mundo y se envalentonan. «Esto se me quedó chico» se les escucha a algunos. «Esto es un hoyo», a la mayoría. «Necesito cambiar de aires», a casi todos. Hay quien de las provincias huye con el corazón en un puño y llora y hay a quien la alegría no le entra en el cuerpo porque lo suyo es la 'city' castiza y las emociones fuertes y el tedio provinciano le aburre. Las razones reales suelen ser otras, pero el discurso en general es muy peliculero. De fondo suelen ser precariedad, falta de oportunidades. Pero como todo, cuando uno se muda, ya sea a las capitales o a cualquier sitio, lo hace ya para olvidar y crear en la cabeza un mundo nuevo donde poder recordar con cariño el anterior. Decía Beckett: «Hay que olvidarse de todo y acordarse de todo». Y quizás ese sentimiento, sea un lugar o una persona, solo es posible a través de la distancia estrictamente material. El viaje de los muchachos y muchachas provincianos, cuyo encuentro en el fondo compone buena parte de ese sujeto abstracto que entendemos desde aquí por «lo madrileño», es, realmente, una amalgama de deseos que nacen una forma muy concreta de esperanza. Sí, a veces porque no hay más narices y aquí no hay curro ni para atrás, pero otras porque es fruto de una pulsión, de la llamada, hacia «las cotas más altas», hacia el «ponerse a prueba», como si la capital fuera el monstruo final de un videojuego y aquí estuviéramos de mera comparsa. Esto tiene su plasmación en lo político y lo mediático, evidentemente. Hay algo perverso en el centralismo que no solo tiene que ver con lo estructural, sino con nuestra concepción de la vida, en tanto que el éxito, que relacionamos con cierta torpeza y sin darle muchas vueltas con una aparente felicidad, está solo allí, en el eje de esa vorágine vocacional donde acaban la mayoría de chavalitos que algún día pasaron por una universidad o creyeron en una salida que, sobre el papel, les haría prosperar. Esa perversión cristaliza, creo, por un lado, en la percepción de los demás, de la gente que tienes cerca y que respira, come y caga igual que tú, y por otro en la gestión del tiempo y, por tanto, de la vida.

En cuanto a lo primero, me refiero a la endogamia, que atribuimos históricamente sin más al provincianismo y que, sin embargo, no he visto nunca tan remarcada como en las grandes capitales, donde Madrid, claro, ocupa para los del sur el techo simbólico. Da igual el ambiente. El riesgo está ahí. Un chaval llega solo a la ciudad, el primer día se le condena como el cateto de turno y se siente fuera de onda hasta que, pasados los meses, la mirada se le endurece y sobrevive. Bien creyéndose la trampa de la meritocracia, bien acogiéndose a un cinismo demoledor o bien tomando la más higiénica de las medidas, que no es otra que no ser un capullo y acordarse, cuando llega el siguiente, que también así estuvieron ellos.

En cuanto a lo segundo, a la forma de vivir del tiempo, el otro día me reía con una anécdota de un colega sobre la primera vez que fue a visitar a Madrid a su novia. Resulta que estaban dando una vuelta, sin prisa, e iban a coger el Metro. Picado el billete, por los pasillos, ella empezó a correr para entrar al último que llegaba. Entró. Y mi colega, pachón, se quedó fuera con la puerta de bruces, sin entender mucho lo que había pasado mientras el tren con ella se iba y él se quedaba en tierra. La ausencia de prisa, esa inconsciente calma que a menudo se echa en cara y, no seamos ingenuos, también se mitifica, es la que, junto con el trato desapasionado en lo laboral, frente al brillo de la capital, prefiero la periferia. Es casi una decisión política. Decía Gamoneda sobre los poetas provincianos que «estar poseído por la desinformación puede ser una aceptable manera de evitarse el conocimiento de tonterías». Que «en la provincia circula fácilmente la desinformación, con la misma facilidad con que en la metrópoli circulan las falsificaciones». Admitía que de una y de otra hay en los dos sitios, pero que «si prima la desinformación, cabe preservar cierta salud intelectual, una especie de disponibilidad, de imprecisa pureza». Cuando mis amigos se van a la capital y despidiéndome les doy el abrazo de rigor, en ese instante, siempre espero eso. Que guarden ese mirar impreciso y disponible como un tesoro, como el que nunca pierde el sueño salvo por el otro.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación