Luis Ventoso - Vidas ejemplares

Viva Italia

El terremoto obliga a un abrazo a tan excepcional pueblo

Luis Ventoso
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Mientras escribo, en una tarde atlántica que se ha vuelto azul clara, diviso por la ventana el faro romano más antiguo del mundo en funcionamiento, la Torre de Hércules, Patrimonio de la Humanidad. Lo he visto tantas veces que no suelo reparar en lo asombrosa que resulta su existencia. En el remoto siglo I, unos tipos que tenían su capital en la lejanísima Roma se molestaron en construir esta obra aquí, en el fin del mundo. Mandaba el mismísimo Nerón cuando comenzaron los trabajos para dar guía a los barcos que surcaban el misterioso golfo Ártabro.

Con Italia me pasa como con la Torre, a veces se me olvida lo extraordinaria que es, cuánto le debemos, incluso en nuestra educación sentimental.

Ante la desgracia del Lazio y Las Marcas, los recuerdas. Pueblo peculiarísimo, capaces de inventar el derecho romano y la mafia, la ópera y la tele-caspilla berlusconiana. Italia no es tan divertida como España, pero de un modo enigmático te cautiva. Valle-Inclán se quedó tan deslumbrado en su epifanía romana que quiso situar allí uno de los lances de su alter ego mejorado, Bradomín. Los edificios se erosionan con un donaire ininteligible. La comida es fabulosa (especialmente si se prueba a ir más allá de sus dos fórmulas que han conquistado el mundo). No he visto mujeres más hermosas y seguras que las que observé en el ocio largo y feliz de una tarde de terraceo en Milán. Un tamiz de elegancia antigua lo envuelve todo, hasta sus abundantes rincones oscuros.

Dar por liquidada a Italia es un pasatiempo mundial. Sus sucesivas crisis parecen irremontables. Pero el tiempo acaba dándoles la razón: siempre flotan. El marketing de su industria agro alimentaria es magnífico (me apena ver cómo su aceite nos dobla la mano en Londres). Su diseño no falla. Sus bólidos macarrónicos continúan suponiendo el epítome del lujo para los «chuliboys» de los sultanatos. En Río han quedado novenos (once medallas más que nosotros). Son 60,2 millones de habitantes, han sabido sortear el aterrador horizonte demográfico que nos atenaza, fruto de un plus de egoísmo. Son el país de Miguel Ángel, Dante, Verdi, Fellini, Armani y Battiato. Una máquina de ingenio, donde siempre queda una penúltima reserva.

Voceras, histriónicos, al primer vistazo semejan el caos. Tal vez lo son. Pero su desorden posee unas reglas, que devienen en un orden críptico, incomprensible para el ajeno a la tribu. Son los maestros en gobernar desde el desgobierno, la última moda en España. Pero a nosotros no nos sale. Nos sobra nuestro tremendismo, aliñado con un resabio violento («al enemigo, ni agua»). En el caso de los italianos, pueblo viejo que lo ha visto todo, la acritud se mitiga por su sabia convicción de que el mundo no deja de ser un gran teatro. «Al final, todo es un truco», concluye el encantador Jep Gambardella, en el poderoso plagio de la «La Dolce Vita» que filmó Sorrentino. No le falta razón. Cuanto se sonreiría el príncipe Lampedusa observando el aire trágico con que PP y Riverita cocinan la madre de todas las reformas. Ellos, que en siglo I ya construían faros en el último Finis Terrae, saben que a veces navegar a la capa es la manera segura de llegar a puerto.

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