Traición

El Gobierno se arrodilla ante los independentistas abogando por la liberación de los golpistas presos

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno Europa Press
Isabel San Sebastián

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Existen muchas formas de deshonrar el Gobierno de España y Pedro Sánchez las ha exhibido casi todas. Desde el modo en que llegó a la Presidencia, por la puerta de atrás, hasta los socios en los que se apoya, sin olvidar el bochornoso espectáculo que está dando al mundo con su tesis plagiada, todos los elementos se alinean para subrayar que carece de la integridad necesaria para ocupar ese cargo. Pero lo de Cataluña es punto y aparte. Lo de Cataluña raya la traición a España y entra por tanto de lleno en el terreno de la felonía. Lo de Cataluña será recordado por la Historia como paradigma de deslealtad.

Es un profesor de pacotilla cuyo trabajo de doctorado, plagado de faltas de ortografía y «fusilado» del arsenal documental almacenado en el ministerio de Industria, jamás habría superado el listón de una universidad de prestigio o un tribunal imparcial. Un político mediocre, despreciado por buena parte de su propio partido. Un hombre sin palabra, capaz de afirmar una cosa y su contraria con idéntica «convicción». La encarnación del concepto grouchomarxista de los principios: «si no le gustan tengo otros». Un prestidigitador del poder tan sobrado de ambición como falto de talento. Pero lo de Cataluña… Lo de Cataluña supera y agrava cualquiera de esas lagunas.

La última muestra de su genuflexión ante los independentistas es abogar por la liberación de los golpistas encarcelados, tal como exigen los cabecillas del secesionismo. Hacer el caldo gordo a Torra y demás integrantes de la trama demasiado cobardes para actuar en coherencia con lo que predican. Hemos oído a la vicepresidenta Carmen Calvo plantear la necesidad de soltar a esos (presuntos) delincuentes «si el juicio se retrasa», matiza con el empeño vano de disimular. La delegada gubernamental en dicha comunidad autónoma va más allá y pide indultar a los políticos enjuiciados por ciscarse en la Carta Magna, desobedecer al Tribunal Constitucional, proclamar la ruptura de nuestra nación y promover algaradas callejeras que habrían podido desencadenar gravísimos altercados si los catalanes demócratas, más de la mitad de la población, deseosos de respetar la legalidad vigente y seguir siendo españoles, no hubiesen dado muestras de una contención ejemplar negándose a bajar al barro y repeler la agresión recurriendo a las mismas armas. El propio Sánchez agacha la frente y calla, lo cual es una forma evidente de respaldar semejantes dislates. Calla porque es rehén de esos delincuentes (presuntos). Calla y callando otorga, a pesar de haber jurado cumplir y hacer cumplir las leyes.

Empezó por dejar solo al juez Llarena, valeroso instructor de la causa abierta contra los sediciosos, mirando hacia otro lado cuando el huido Puigdemont, representado por el «abogado» Gonzalo Boye, condenado en firme por colaborar con ETA en el secuestro de Emiliano Revilla, se permitió la chulería de denunciarle ante la Justicia belga. Dio la espalda al magistrado del Supremo, víctima de un auténtico calvario consentido por los Ejecutivos autonómico y nacional, hasta que la amenaza de un plante de toda la judicatura en pleno le obligó a rectificar. Entonces salió a la palestra la ministra Delgado (hoy bajo sospecha por sus relaciones (presuntas) con el excomisario Villarejo, imputado en un gigantesco escándalo de corrupción), a decir que el Estado pagaría magnánimamente la defensa del juez a un despacho legal local. Pero la primera intención estaba clara. Nada le habría gustado más al presidente que tumbar a esa pieza clave en la resistencia frente al golpismo y servir en bandeja a sus socios el regalo de la impunidad.

Lo de Cataluña son palabras mayores. Y la palabra (presunta) es traición.

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