La primavera marchita

Hoy Praga vuelve a ser libre gracias a personas como Václav Havel

Foto de archivo AP
Pedro García Cuartango

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Cuando estuve en Praga hace 30 años, me encontré a un alemán en un café de la plaza de Wenceslao que me dijo que los checos estaban condenados a ser súbditos de Alemania o de Rusia. No le contesté pero pensé que la frase era una curiosa paradoja a unos metros del lugar donde los habitantes de la ciudad habían rodeado a los tanques rusos. Era agosto de 1968, hace exactamente medio siglo.

Hay una foto de la invasión soviética que se me ha quedado grabada en la memoria: se ve a un hombre de mediana edad con gabardina y una cartera en la mano mientras mira con indiferencia los blindados que pasan a su lado. Nunca un sueño ha tenido un despertar más dramático que la llamada Primavera de Praga, cuya corta duración contrasta con la brutalidad de su punto final.

Lo que sucedió hace 50 años en Checoslovaquia es que la gerontocracia del Kremlin, encabezada por Leonid Brezhnev, decidió acabar con el llamado socialismo de rostro humano, el nombre como han pasado a la historia las reformas de la etapa de Alexander Dubcek, que había sido nombrado secretario general del Partido Comunista en enero de 1968.

En plena Guerra Fría, Dubcek cometió la osadía de defender la libertad de prensa, la legalización de otros partidos y el derecho a la huelga, lo que suponía de facto poner fin al régimen comunista implantado en el país desde 1945. Como había sucedido en Hungría en 1956 para frenar una revuelta popular espontánea, los dirigentes de la URSS recurrieron a la fuerza para acabar con la experiencia que lideraba Dubcek.

Éste fue llevado prisionero para ser interrogado en Moscú junto a otros cinco compañeros, aunque luego se le permitió volver a su país y trabajar de administrativo en una explotación agrícola, sometido a una estrecha vigilancia policial. Los soviéticos le sustituyeron por Gustav Husak, que desmanteló todas las reformas y purgó a los funcionarios fieles a Dubcek, que había sido un héroe en la resistencia contra los nazis.

Todo esto es historia, pero merece la pena rememorar aquellos sucesos porque, como señalaba Santayana, quien olvida el pasado está condenado a repetirlo. Lo que ocurrió en Checoslovaquia debe ser recordado porque fue un hecho histórico que marcó el comienzo del declive del comunismo y el desprestigio de la Unión Soviética.

A mi juicio, la fallida Primavera de Praga fue el acontecimiento más importante de la década de los 60, superando incluso al Mayo del 68 parisino, porque puso en evidencia que el comunismo no podía evolucionar, que su propia esencia era totalitaria y que jamás ninguna persona podría ser libre en los países más allá del Telón de Acero. En ese sentido, abrió los ojos a muchos intelectuales que todavía creían en aquel sistema.

La mayoría de los checos no aceptó jamás la burocracia represiva que tomó el poder en 1968, como se puede constatar al leer las novelas de Milan Kundera o los poemas de Jaroslav Seifert, cuyas memorias, tituladas Toda la belleza del mundo, son una maravillosa recreación de la Praga de antes de la guerra.

Cuanto estuve en la capital checa en 1986, visité el cementerio judío y me imaginé a Kafka en una mesa del café Slavia, junto al río Moldava, cuyo puente hay que cruzar para acceder al barrio de Mala Strana, lleno de palacetes barrocos que entonces estaban abandonados o a punto de caerse.

Praga es el lugar donde me gustaría vivir porque es una ciudad literaria, se bebe la mejor cerveza de Europa y sus gentes son afables y educadas, cualidades que se suman a su seductor encanto. Hoy Praga vuelve a ser libre gracias a personas como Václav Havel, que nunca tuvieron miedo de enfrentarse a la mentira y la tiranía.

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