Tiempo recobrado

Política cultural

La mejor política cultural es la que contribuye a despertar el potencial que llevamos dentro

Pedro García Cuartango

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Todavía no se han apagado los ecos de la polémica sobre el llamativo nombramiento de Màxim Huerta. Una vez más, el debate sobre la persona sólo sirve para distraer la atención sobre lo esencial: la política cultural. No creo que el nuevo ministro, aunque no sea Malraux, esté menos capacitado que sus predecesores, por lo que merece el beneficio de la duda. Lo importante no es el nombre sino la política.

Hasta la fecha, todos los Gobiernos desde la Transición han realizado una política cultural que ha subrayado su condición de espectáculo. El Teatro Real, la promoción del cine, la Orquesta Nacional, el Premio Cervantes, los grandes museos como el Prado... eso es a lo que los poderes públicos han dedicado su atención como los mascarones de proa de la cultura nacional. No voy a negar que los gobernantes tienen que apoyar a los artistas y las instituciones que sustentan la imagen de España en el mundo. Eso es importante, pero no es lo esencial.

Para responder a la pregunta de cuál debe ser la política que necesita este país, habría que empezar por esclarecer lo que significa la propia palabra «cultura». Siendo consciente de que es un término polisémico, entiendo por cultura una forma de vivir y de enriquecernos del inmenso legado de la creatividad humana.

La cultura no es algo ajeno a nuestras vidas, es un instrumento que nos hace mejores y nos ayuda a comprender una dimensión que va más allá de las realidades materiales. No hay una frontera entre la educación y la cultura. Eso lo sabían perfectamente los griegos que inventaron el concepto de «paideia», que consistía básicamente en la transmisión de los valores necesarios para guiar nuestra existencia.

La política cultural, por tanto, debe servir para que los ciudadanos puedan acceder a esa cultura animi que Cicerón entendía en el sentido etimológico como el cultivo de artes como la música, el teatro o la retórica. Pero no como el resultado de una influencia externa, sino como una actividad interior que nutre lo más profundo del ser humano. Por ello, como hizo la Segunda República, hay que acercar esas herramientas del espíritu a los barrios, a los pueblos, a la calle.

El objetivo de una política cultural debería ser, por ejemplo, que todos los núcleos de más de 1.000 habitantes tuvieran una buena biblioteca pública. O la habilitación de locales para que la gente pudiera ir a escuchar música clásica, exponer sus cuadros o apuntarse a un taller de cerámica. O difundir el teatro mediante compañías ambulantes por los pueblos.

No hay mejor política cultural que la que contribuye a despertar el potencial que llevamos dentro. Dicho con otras palabras, resulta más importante fomentar que la gente se reúna para interpretar un cuarteto de Mozart que disponer de la mejor orquesta del mundo. Y ello no requiere una política paternalista ni una inversión desmesurada. Lo que hay que hacer es crear estímulos que despierten la creatividad. Ojalá lo entienda el nuevo ministro.

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