Es la hora de España

Celebrar elecciones libres y limpias en estas condiciones es un objetivo inalcanzable

Isabel San Sebastián

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Nunca debimos llegar a lo sucedido hoy. La proclamación de la república catalana en el «parlament» carece de valor jurídico, jamás obtendrá el aval de país democrático alguno y constituye por tanto un mero brindis al sol, pero colca al Estado español en una posición complicada. Lo que hace dos años podría y debería haberse parado en una fase incipiente, recurriendo a la misma herramienta constitucional anunciada ahora, ha crecido hasta convertirse en una realidad bien organizada en torno a múltiples tentáculos. Un golpe de Estado en toda regla, planificado al milímetro, financiado con dinero público y perpetrado desde distintas instituciones de forma perfectamente coordinada. Un acto de rebelión consumada en el que están implicados, digamos que presuntamente, desde los máximos dirigentes de la Generalitat hasta la cámara autonómica, pasando por centenares de ayuntamientos, los Mozos de Escuadra, los medios de comuncación autonómicos y múltiples asociaciones «culturales» con acreditada capacidad para llenar las calles de manifestantes dóciles a sus consignas. O sea, un conglomerado delictivo de dimensiones muy considerables.

Lo sucedido hoy en Cataluña reviste una gravedad sin precedentes en la historia de nuestra democracia. Se restablecerá el orden constitucional, por supuesto que sí. No puede ser de otra manera. Nos va en ello España. Pero ni siquiera los responsables de cumplir esa tarea parecen tener clara la manera de llevarla a cabo. El artículo 155 otorga carta blanca al Gobierno para actuar en defensa de la legalidad conculcada, sin especificar cómo. El presidente Rajoy anuncia la destitución de varios dirigentes rebeldes así como la extinción de múltiples organismos puestos al servicio del golpe, empezando por el parlamento autonómico, pero el adjetivo que más se oye en boca de ministros y otros líderes políticos es «difícil». Tanto más difícil cuanto más lejos se ha consentido llegar a los golpistas. En estas condiciones, celebrar unas elecciones libres y limpias en menos de dos meses se antoja un objetivo inalcanzable. Comicios habrá, pero no se celebrarán en las condiciones mínimas que exige una democracia.

Los sediciosos controlan hoy por hoy todos los resortes del poder autonómico, sin excepción, porque se les ha permitido ir conquistando posiciones en lugar de plantarles cara. Llevan décadas «okupando» (con k) puestos clave de la Administración, previa expulsión de los discrepantes, con el beneplácito de los sucesivos gobiernos de España, tanto del PP como del PSOE, que han preferido mrar hacia otro lado a cambio de un puñado de votos. En Cataluña hace lustros que se incumplen las sentencias de los tribunales en materia lingüística, por ejemplo, con la consiguiente indefensión para los castellanoparlantes. La corrupción del tres por ciento era un secreto a voces, acallado en pro de la «gobernabilidad». Los desafíos secesionistas, uno tras otro, se han saldado no ya con impunidad, sino con ganancias sustanciales para los separatistas. Ayer mismo me recordaba Isabel, viuda de nuestro gran Mingote, una viñeta suya antológica referida a esa vergüenza. El nacionalismo, en cualquiera de sus manifestaciones, ha sido el mejor de los negocios, mientras que el patriotismo español se ha pagado con insultos, despidos, marginación social, vetos y sambenitos varios. La independencia, por tanto, se ha ido construyendo día a día, desde hace mucho tiempo, ante la indiferencia cómplice de quienes tenían el deber constitucional de impedirlo. De quienes disponían de los medios necesarios para actuar y no lo hicieron por pereza, por complejos, por equidistancia, por miedo, por irresponsabilidad o por inconsciencia. ¿Cómo reprochar a Puigdemont y demás rebeldes que se hayan atrevido a llegar tan lejos? No han tenido el coraje de hacerlo a cara descubierta, porque son cobardes, pero han lanzado su órdago. La España que cumple la ley y paga sus impuestos; la España que respalda al Rey en sus valientes alegatos en favor de la democracia, exige que esta vez pierdan la partida ellos y paguen los platos rotos.

Lo de hoy ha sido el salto al vacío. Ese último paso que ellos mismos llevaban años anunciando mientras otros, apóstoles del voluntarismo apaciguador, negaban con obstinación contumaz. Algunos, muy pocos, advertimos que este día llegaría más pronto que tarde, porque la paz que se obtiene a cambio de dignidad acaba indefectiblemente en indignidad y guerra, que es exactamente donde estamos. Parafraseando nuevamente a Churchill, lo acaecido hoy no es el fin, no es ni siquiera el principio del fin, pero sí es el fin del principio, si somos capaces de aprender la lección y actuar en consecuencia. Nos esperan momentos muy duros. La derrota del golpe no será rápida ni tampoco inócua. Es posible que la brutal división social causada por esta deriva llegue al enfrentamiento. Es probable que las provocaciones hagan inevitable el uso de la fuerza y se produzcan imágenes susceptibles de alimentar el victimismo de los sediciosos, generar críticas internacionales y resquebrajar la unidad del bloque constitucional que forman a estas horas Rajoy, Sánchez y Rivera. Y más, habiendo una campaña electoral de por medio. Porque aunque hoy todo hayan sido apelaciones a la unidad de España y el respeto a la Carta Magna, el interés partidista acabará influyendo en las conductas y veremos cosas que nos helarán la sangre... ¡Al tiempo! Poner urnas en medio de este caos parece una maniobra tan arriesgada como motivada por la voluntad de mantener la unidad de acción por encima de la eficacia. O sea, diluir la responsabilidad.

Es la hora de la firmeza y la dignidad. La hora de la justicia, que debe caer con todo su peso sobre quienes han desafiado nuestra ley de leyes. La hora de los cuerpos y fuerzas de seguridad, llamados a garantizar el orden en las calles catalanas con todo el respaldo político que precisen. La hora de la profesionalidad en la gestión de la comunicación, a fin de evitar que se imponga su propaganda falsaria. Es la hora de poner fin a la cadena de errores que nos ha traído hasta aquí y demostrar a los golpistas que quien la hace, la paga. Que el error, en esta ocasión, ha sido suyo. Es la hora de España.

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