Ignacio Camacho

Españolazos

Decía Machado que un andalucista es un español de segunda y un andaluz de tercera. Qué pensaría de un catalán soberanista

Ignacio Camacho

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Tienen toda la razón esos de Sabadell: Antonio Machado era un españolazo y un españolista. Y no digamos su hermano Manuel, el bueno en la célebre boutade sevillana de Borges . (Que por cierto, aquella misma tarde, en la casa de Dueñas , recitó emocionado, ante muy pocos testigos, el poema del limonero). Si sería español el apenado don Antonio que se enamoró en y de Castilla, el epítome orteguiano del españolismo, la esencia histórica y doliente de las Españas. Y que por boca de Juan de Mairena sentenció -«nada grande puede esperarse de aquellos que dicen ser gallegos, catalanes, vascos, castellanos… antes que españoles»- que un andaluz andalucista es un español de segunda y un andaluz de tercera. Figúrense los inquisidores sabadellenses lo que pensaría de un catalanista.

A Machado lo ha acabado indultando el alcalde de la limpieza étnica del nomenclátor quizá por ser rojo, aunque de momento no haya librado a la rojísima Pasionaria. ¿Por estalinista? ¿Por sectaria? No, faltaría más: por implacable con los trotskistas catalanes del POUM, antecesores de las CUP que gobiernan el municipio vallesano. Pero la lista del barrido incluye como paradigmas de un «modelo cultural pseudofranquista» a Espronceda, Garcilaso, Moratín -¡¡machista!!-, Calderón -¡¡españolazo!!-, Pizarro, Tirso o Turina. Ah, y la Macarena (?) y Bécquer, vaya fijación con los sevillanos. Dios mío, qué solos se quedan (algunos) muertos. ¿Serían un símbolo franquista las madreselvas? ¿Hay un hecho diferencial de las golondrinas catalanas? Como escribió Alcántara: «Mis cuentas no están cabales. Me falta una golondrina y me sobran tres cristales». Cristales rotos en la noche siniestra del delirio soberanista.

Lo de Goya está más claro. Español de una pieza, referencia de la iconografía patriótica del 2 de mayo y pintor de corte de los odiados Borbones . Al saco. Quevedo también merece el honor de entrar en el inventario del repudio porque a raíz de la sublevación de 1640 firmó furibundas diatribas contra los catalanes y está execrado en Histocat, el vademécum del pogromo histórico. Sus invectivas alcanzaban a todo bicho viviente -hasta a los extremeños «cerrados de barba y de mollera»-, virtuoso como era del epigrama cargado de ingenio y mala leche. Pero da igual: en la Cataluña liberada no cabe la memoria de un tío que dijo aquello del «monstruoso aborto de la política». Aunque visto lo visto no iba descaminado.

A Quevedo, a quien le parecía que «bien se puede perdonar a un hombre ser estúpido una hora cuando hay tontos que no lo dejan de ser en toda su vida», le hace decir Casona, en «El caballero de las espuelas de oro», que hay tres clases de tontos: los necios, que se conocen al pensar; los majaderos, que se conocen al hablar, y los modorros, que se conocen sólo con mirar. Un catálogo optimista que olvidó la posibilidad de las tres modalidades a la vez… y a tiempo completo.

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