Si tienes veintitantos y pasas de leer sobre ETA

No es agradable, no tiene nada de divertido, es de esas cosas que no apetece leerlas un domingo

Agustín Pery

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Tienes, imagino, veintitantos años. Probablemente el especial que da origen a este artículo no lo pincharás. No es agradable, no tiene nada de divertido, es de esas cosas que no apetece leerlas un domingo. Por supuesto, es tu soberana elección. La mía es pensar que merece la pena intentar convencerte de que lo hagas. Sugerirte que si en algún momento andas navegando por nuestra web, fondees al menos un rato en las historias de víctimas como Ana Isabel, cuya vida es la «que quiso ETA», no la que soñó. Ella resume infinitamente mejor que yo lo que fue aquello, lo que hoy sigue siendo, cuando ya no matan las pistolas pero aún hieren las palabras. Su testimonio, como el de tantos familiares de asesinados por la banda terrorista, es el sordo lamento de aquellos a quienes unos encapuchados condenaron a envejecer de golpe.

Nada de madurar, eso lo hacemos los demás. Tú, y allá por el Cretácico, yo. No creas, el rastro sanguinario de la banda, la herida sin cicatrizar, la llaga que aún supura y cuyo hedor inunda el Congreso de los diputados no es cosa del pasado. No hay que olvidar. Si te cuentan que es mejor hacerlo, si te repiten en exasperante salmodia que la victoria es que por hemos pasado página permíteme que te diga que no es verdad. Ni tú, ni obviamente yo -pero mucho menos los políticos- tenemos derecho a decretar cómo deben lidiar con su dolor los deudos de todas esas vidas segadas por la guadaña etarra. Acaso hay el deber moral de acompañarlas, no de arrumbarlas ni sentirlas como ese incómodo recuerdo porque conviene tener memoria, tan histórica y democrática como la que nos recetan desde el laboratorio político de la Moncloa.

Es comprensible, diría que hasta justo, que sea su voz la que resuene más alto. Coño, tantos años de plomo donde fueron condenados a mirar si les seguían; temblar cuando recibían una carta en sus domicilios; agacharse para comprobar, espejo en mano, los bajos del coche; o simplemente cruzar una calle de Sevilla, Barcelona, Madrid o Bilbao con el miedo a que el vehículo aparcado fuera un armón cuajado de metralla a la espera de que una alimaña lo detonara para que ahora el presidente mutante y sus gregarios hablen de lucha armada, de enterrar el pasado y avanzar en esa España que nos vendieron que no iba a dejar nadie a atrás.

Pues sí, déjame que te diga que la memoria es muy cabrona, mucho más cuando se moldea al antojo e interés de aquellos que buscan sacudirse los molestos renglones que emborronan su maniqueo guión. Vale, lo has oído muchas veces. Hemos ganado, aquello ya pasó. Afortunadamente, no hay tiros ni bombas. Esto no va contigo, son cosas de tus mayores. Pero ¿sabes?, sólo Ana, Charo, Alicia y tantas otras víctimas tienen el derecho a administrar el olvido, la pena y el perdón. Nosotros, a quienes ETA nos tocó de cerca, o tú, que afortunadamente naciste en una España sin zulos, comunicados demenciales ni pepinazos, no debemos hacerlo. Por las víctimas, claro, pero también porque sepultar o reescribir lo que padecimos en este país por mezquino interés político es hipotecar el futuro de tu generación.

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