EL APUNTE

El precio del populismo

El alcalde de Cádiz sufre una gran presión a diario, en su vida personal, debido a un mensaje confuso: el de dar voz y esperanza a todos los ciudadanos en todo momento

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La democracia representativa, la que se dieron los españoles tras décadas de autoritarismo, tiene sus defectos. En los últimos años han quedado a la vista en demasiadas ocasiones. La lejanía del ciudadano, el mal uso de la responsabilidad delegada, el aprovechamiento de los privilegios y la corrupción son algunos de los más graves. Pero, como sistema político antiguo, evolucionado y presente en la mayoría de sociedades prósperas del mundo, también cuenta con grandes virtudes. Las primordiales son la eficacia, la agilidad y la legitimidad. Los representantes han sido elegidos por los representados y, en su nombre, pueden tomar decisiones, emprender proyectos, que no necesitan de una consulta continua al electorado. Recibieron un mandato que tiene un periodo. Si no cumplen, deben perder el apoyo.

El populismo que han propugnado Podemos y sus variantes locales o regionales pregona la consulta constante, la repregunta perpetua. Ese gesto, probablemente bienintencionado, convierte la gestión en un imposible, lenta y tortuosa. El encargado de hacer, no hace. Además, este fenómeno está basado en promesas de ayudar a todos de forma directa, de dar voz a los necesitados. Esa actitud es noble, necesaria, para cualquier activista, para cualquier voluntario, para el que se considere ciudadano solidario. Sin embargo, al pasar a tener responsabilidad institucional, no puede mantenerla. Su misión, su mandato, pasa a ser mejorar, modificar las estructuras, los sistemas, las ideas, para tratar de servir a la colectividad, a cuantos más, mejor. No a cada uno. Pretender escuchar, atender, a todos es simplemente imposible.

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