José María Carrascal - 30 años de la caída del Muro de Berlín

Una isla en el Mar Rojo

Berlín Oeste, fuertemente subvencionado, era el escaparate de Occidente con todo tipo de artículos de consumo a buenos precios, que fascinaban a los visitantes no sólo del Este sino también del Oeste, junto al ambiente desenfadado que ha sido la principal característica de aquella ciudad

Una multitud de berlineses celebra la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 EP / Vídeo: José María Carrascal: «Berlín estaba lleno de espías»
José María Carrascal

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Así tituló Wenceslao Fernández Flores la novela sobre los madrileños refugiados en las embajadas durante la Guerra Civil para evitar ser «paseados». Pero sirve para el Berlín de la posguerra mundial, dividido y repartido entre los vencedores en cuatro sectores, que pronto se convirtieron en dos, el Oriental y el Occidental. Con los rusos conquistadores se quedaron con el centro, dejando a ingleses, franceses y norteamericanos los barrios periféricos del Oeste. Ciudad inmensa, arrasada por los bombardeos, de donde surgió la primera diferencia entre ambas mitades: mientras los rusos se llevaron cuanto pudiera servirles, los gobiernos occidentales se dieron cuenta de su enorme importancia en la nueva guerra que empezaba, la Fría. Y la reconstruyeron a la carrera, llenándola de edificios modernos.

Esos fueron los dos Berlines que encontré al llegar, en abril de 1957, dos ciudades no ya distintas sino opuestas, que vivían de espaldas la una a la otra, pese estar muy bien comunicadas.

Pero los berlineses orientales no podían permitirse los precios occidentales, y los berlineses occidentales habían tenido bastante con la ocupación soviética. Otra cosa éramos los extranjeros, a los que la curiosidad nos llevaba, diría pecaminosamente , al Berlín Oriental, no sólo por estar allí los restos históricos, incluido el búnker de Hitler, sino por una razón práctica: el cambio del marco oriental al occidental era de 4,5 a 1, lo que significaba que con 20 marcos occidentales te daban 100 orientales, con los que podías ir a la Ópera, excelente, o al Berliner Ensemble, dirigido por la viuda de Berthold Brecht, cenar en Ganímedes rodeado de gerifaltes del régimen y visitantes extranjeros -allí me encontré una noche a Marlene Dietrich , con una figura escultural pese a los 80 años, aunque mejor mirarla de espaldas- o irte al cabaret cercano, en la mejor tradición berlinesa.

Mientras, Berlín Oeste, fuertemente subvencionado, era el escaparate de Occidente con todo tipo de artículos de consumo a buenos precios, que fascinaban a los visitantes no sólo del Este sino también del Oeste, junto al ambiente desenfadado que ha sido la principal característica de aquella ciudad. Incluso rodeada de tanques rusos (que tardarían, según cálculos militares, veinte minutos en tomar la parte occidental). Pero nadie quería pensar en ello, y reinaba la típica atmósfera de la ciudad sitiada, procurando gozar lo posible mientras se pudiese. Un ejemplo: en los carnavales de 1958, asistí a 26 fiestas, aunque no públicas, sino privadas, ya que todo el mundo quería tener la suya. Pues otra de las características de aquel Berlín era que los extranjeros, no como hoy, éramos solicitadísimos al significar la salvaguardia frente a la amenaza.

Vivíamos, más que en una isla, en el cráter de un volcán , por lo que resultaba sencillísimo entablar todo tipo de relaciones y aquí debo recalcar algo especial: aquel Berlín estaba lleno de espías, hasta el punto de decirse que el listín de teléfonos tenía una sección dedicada a ellos. No era verdad, pero como si lo fuese. Los encuentros se multiplicaban: los diplomáticos se reunían a comer todos los lunes en la Maison de France (donde los alemanes no podían entrar de no ir con un extranjero) y los periodistas nos reuníamos en la Bier Stube tras el Schiller Theater todos los jueves a comentar la actualidad. Abundaban las tertulias caseras, todo, como ven, muy de ciudad cercada. Otra rareza era que la única asociación con profesionales de ambas partes era la de corresponsales extranjeros . La anomalía se debía a que interesaba a los del bloque oriental. Todos ellos eran espías, y todos lo sabíamos. También nos proporcionaban viajes por la Europa del Este, organizado por los colegas rusos, que nos abrían todas las puertas. Estuvimos en Praga cuando ya se mascaba su «primavera» y pocos viajes más interesantes que aquél.

Brandt y Carrero

Aunque también ocurrían cosas en Berlín Oeste. Las autoridades alemanas invitaban a personalidades de todo el mundo para comprobar que la «desnazificación» se había realizado. En junio de 1964 le tocó el turno a Carrero Blanco, ministro secretario de la Presidencia. Don Luis, uno de los hombres más modestos que he conocido, no solía aceptar tales invitaciones, pero López Rodó, entonces comisario del Plan de Desarrollo, quería hablar con el vicecanciller Erhard, pero no tenía rango para ello, por lo que instó a Carrero a aceptar, lo que hizo, y la entrevista se produjo. Ya en Berlín, ocurrió lo de siempre: que Willy Brandt, como alcalde, debía recibir al huésped extranjero de su Gobierno pero, por ser español, desaparecía, dejando que le recibiese un subordinado. Yo estaba en el despacho del cónsul de España, Antonio Espinosa, cuando le dieron la noticia. « ¡Otra vez! », exclamó, pero en vez de desahogarse en improperios, llamó al comandante de las tropas norteamericanas, con el que jugaba al golf, al francés, con quien comía caracoles, y al británico, con quien debatía sobre las diferencias entre el español y el inglés, para invitarles a conocer en su residencia al «vicepresidente español». Los tres aceptaron. Luego, dijo a la secretaria que informara a la prensa de que los «tres comandantes aliados estarán esta tarde en la residencia del cónsul general de España, a la que quedan invitados». Vinieron incluso los directores. Como ven, la vida en aquel Berlín, fuese una isla en el mar rojo o el cráter de un volcán, no era mala. Pero que ese clima podía acabarse en cualquier momento lo comprobé en junio de 1961, cuando fui a renovar el visado para cruzar a la RDA: me encontré con tal multitud de gentes con maletas en la Estación del Elevado de la Friedrish Strasse que, al llegar a casa, le dije a mí mujer: «Como no cierren la puerta, se quedan solos». Se trataba de una broma, naturalmente, pero el 13 de agosto la cerraron, y comenzó la construcción del Muro .

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