Donald Trump
Donald Trump - AFP

Estados Unidos S.A., la visión empresarial de América de Trump

El magnate aspira a presidir el país como si fuera una compañía, con tintes proteccionistas

Corresponsal en Washington Actualizado: Guardar
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Nadie se imagina muy bien cómo serían los Estados Unidos con Donald Trump en la Casa Blanca. Con propuestas para algunos revolucionarias, para la mayoría peregrinas, se extiende la convicción de que difícilmente podría cumplir la mayoría de ellas. El control del legislativo al presidente de Estados Unidos, incluso aunque en este caso la mayoría del Congreso siguiera siendo republicana, y la realpolitik que conduce el entramado de relaciones de la primera potencia mundial, construido durante décadas, se presentan como grandes frenos. El magnate pretende dirigir el país como una sociedad anónima, como gestiona su grupo de negocios, pero también ofrece para Estados Unidos un proteccionismo no visto en ochenta años.

Es la contradicción de quien presume de hacer negocios con el mundo entero y, sin embargo, propone el aislacionismo, la ruptura de los grandes acuerdos comerciales asentados en la libertad económica, como receta para que «los empleos sean para los americanos».

Un mensaje populista que le ha permitido conectar con amplias capas de la población, la mayoría (aunque no solo) blancos de clase media y baja perjudicados por la crisis, y que le puede abrir las puertas de la elección presidencial. Aunque su probable rival, la demócrata Hillary Clinton, le aventaja con claridad en las encuestas, es precisamente en la gestión de la economía donde Trump genera más confianza, tanta como la exsecretaria de Estado.

Es su aura de personaje de éxito, de ganador (winner) frente a perdedor (loser), auténtico mantra del millonario, el que le está aupando en el proceso electoral. John Hudak, de la Brooking Institution, responde así a ese futuro imaginario con Trump como presidente: «Con unas ideas tan grandiosas como su retórica, descifrar la que sería su política económica es una tarea demasiado compleja».

Si nos atenemos a las propuestas, las más difíciles de aplicar, por onerosas o idealistas, son las medidas antiinmigración, coherentes con su neonacionalismo americano y motor de su campaña: la construcción de un muro a lo largo de toda la frontera con México (3.185 kilómetros) y la deportación de los más de once millones de ilegales que viven en Estados Unidos, la gran mayoría mexicanos. El coste de la primera medida, no fácilmente calculable pero que la mayoría eleva a trillones de dólares (billones de euros), lo ventila Trump obligando a México a pagar la obra. En su deriva, un memorándum de campaña que maneja el magnate, filtrado a la prensa pero que él no ha corroborado, prevé medidas de presión para forzar al vecino del sur. Entre ellas, el corte de las remesas, el dinero que los mexicanos envían a sus familias desde Estados Unidos, algo que recientemente provocó la hilaridad en el presidente Obama: «Buena suerte con Western Union», le retó entre bromas, ante la dificultad de supervisar uno a uno estos envíos.

Rupturismo

Los expertos creen que las deportaciones masivas supondrían un gran perjuicio económico para Estados Unidos. La American Action Forum, un instituto de inspiración conservadora, calcula que el Estado Federal tendría que asumir un coste de gestión de entre 400.000 y 600.000 millones de dólares, a lo que habría que añadir una caída del PIB del país de 1,6 billones. Por no hablar de los veinte años que a su juicio llevaría el proceso, frente a los 18 meses prometidos por Trump.

De acuerdo con su medida estrella, el magnate también ha prometido la ruptura, o, al menos, revisión, de los grandes acuerdos comerciales transnacionales. Abiertamente contrario al TransPacífico, recién impulsado y firmado (pendiente de la ratificación del Congreso) por el presidente Obama con 11 países, y con las negociaciones abiertas para que Estados Unidos y Europa formalicen otro, Trump ha arremetido contra el NAFTA. Suscrito con Canadá y México en 1988, el millonario lo liquidaría o renegociaría. Su peculiar filosofía es que en todos estos grandes acuerdos hay ganadores y perdedores, y que Estados Unidos está entre los segundos.

Su plan proteccionista se completaría con la aplicación de una tarifa general del 20% a todos los productos importados, que en el caso de China podría ascender hasta el 45%. En este caso, el gravamen serviría de medida de presión frente a la competencia desleal que protagoniza el gigante asiático, para lo que utiliza el cambio de moneda y el espionaje industrial a las grandes corporaciones estadounidenses, según denuncia el millonario. A estas últimas tampoco les ha ahorrado amenazas: a la Ford, avisándoles de que si se lleva su planta de Detroit a México, le aplicaría una tarifa de entrada a sus vehículos; a Apple, cuya línea de fabricación se encuentra en China, le ha advertido que le obligará a implantarse en Estados Unidos. El primer precedente proteccionista se remonta a la Ley de Aranceles Smoot-Hawley de 1930, con la que Estados Unidos intentó hacer frente, con poco éxito, al impacto de la Gran Recesión.

La reforma fiscal es otra de sus promesas que Trump plantea también con un afán de premio y castigo. Para las empresas que contraten trabajadores no americanos, implantaría un recargo de tarifa de otro 20%. En cambio, para aquellos que creen empleo estadounidense, propone exenciones fiscales de hasta el 100%.

Pese a la previsible bajada de la recaudación fiscal, Trump anunció esta semana un fuerte aumento de los gastos de Defensa, para «reconstruir el Ejército y hacer fuerte al país otra vez». En un previsible agujero contable que soluciona prometiendo «no derrochar ni un solo dólar», también ha garantizado que mantendrá el gasto social. Suprimirá y reemplazará el llamado Obamacare, extensión de la cobertura sanitaria a otros 18 millones de ciudadanos que ha impulsado el actual presidente. Y promete que mantendrá la pensión de jubilación y sanidad pública para los mayores de 65 años, y que el Estado no permitirá que nadie muera en la calle por falta de cobertura.

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