Kai Fischer, junto a la puerta de la antigua salida «legal» de Alemania del Este que pocos podían utilizar
Kai Fischer, junto a la puerta de la antigua salida «legal» de Alemania del Este que pocos podían utilizar - h. tertsch
Muro de Berlín

Kai y su guerra contra el Muro de Berlín

Kai Fischer quiso huir de Alemania del Este desde que a los quince años se dio cuenta de que vivía en una inmensa cárcel

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Aún ve la división, aún percibe la Alemania comunista en la que nació y, aunque venció en su guerra contra el Muro antes de que éste cayera, será de los que no lo olvidarán nunca mientras vivan. Kai Fischer es hoy un curtido empresario de eventos, asesor del Senado (gobierno) de Berlín, que ha vivido entre Las Vegas, Londres, Montecarlo y otros centros del entretenimiento del mundo y representado a artistas de primer nivel. Pero cuyo mayor éxito en la vida, dice, es haber pasado su cumpleaños, el 14 de mayo del año 2000, en donde se propuso cuando, en 1978, a los quince años, era un niño pionero en un país comunista que era una inmensa cárcel. Entonces se juró que estaría en Nueva York.

Aquello no era ni siquiera un sueño, era una locura de aquel niño. Pero cumplió.

Hijo de una familia de la élite técnica de la RDA (la antigua Alemania del Este), Kai comenzó a desafiar al régimen comunista casi sin saberlo. Escribió una carta a una prima en Occidente en la que decía que quería irse de allí. La respuesta de la prima fue interceptada por la Stasi. Primer aviso. Se negó a las clases militares en el colegio. Segundo aviso. Cuando a los 18 años lo llaman a filas se declaró objetor y entra en una escalada de arrestos, fugas, intentos de huida, hasta acabar en la prisión militar de Schwedt, dos años en un temible campo de trabajo. Después de ser liberado deambula por la RDA y pasa a Checoslovaquia. Allí se cruzaron nuestros caminos.

«Algunos dicen que la RDA tenía sus ventajas. Yo sé bien que fue un infierno»

Llevaba yo ya varios días en Praga para cubrir la crisis de la embajada alemana federal, ocupada ya por cientos de alemanes orientales que se negaban a volver a su país y exigían emigrar a Occidente. Toda la Europa comunista se tambaleaba ya aquel verano. En Praga el ambiente a principios de agosto era de alta tensión. Pasaba yo junto a la embajada americana en el Palacio Schönborn en la Mala Strana cuando escuché los gritos en alemán de un joven que salía de la legación desesperado. Como la embajada alemana estaba llena y rodeada de policías, había entrado por sorpresa en la americana y pidió asilo. Allí le dieron largas y tras varias horas le convencieron de que abandonara la legación con una mera carta en la que recomendaban le acogieran en la embajada alemana.

Un ridículo papel para quitárselo de encima, del que se habrían reído los policías checoslovacos que, al verlo, se acercaban a él para detenerlo. Entonces aceleré yo el paso, me adelanté, le cogí por el brazo y me lo llevé. Los policías no lo impidieron. En la calle Jan Neruda le metí en una cervecería. Después lo llevé a mi hotel, Las Tres Avestruces, junto al puente de Carlos. Durmió un día en mi coche y otro en casa de una amiga, antes de que le metiéramos en un autobús para Kosice en Eslovaquia oriental.

En el Sacher

De allí cruzó por monte a Hungría donde fue detenido. Pero llevado a Budapest, el Gobierno húngaro ya se preparaba para abrir sus fronteras a Occidente. Semanas más tarde una larga caravana de alemanes llega a Viena y Kai Fischer le dice a la corresponsal del «Frankurter Allgemeine», Jacqueline Henard, una frase que es titular: «Voy a ver a mi amigo en el Sacher», la dirección que yo le había dado en Viena.

Yo estaba en algún otro país viendo agonizar a otro régimen comunista. Retomamos contacto años después. Este miércoles, sentados en el histórico Ganimed –junto al Berliner Ensemble de Bertolt Brecht–, Kai Fischer confiesa su satisfacción porque el 9 de noviembre cuando cayó el Muro, él ya lo había vencido. Y lo recuerda todo. «Ahora dicen algunos que aquel país que ya no existe tenía sus ventajas. Pero yo sé bien que fue un infierno».

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