La soledad de María Cristina, la Reina que salvó el prestigio de la Monarquía española en la crisis de 1898

Catorce años después de la muerte de Alfonso XII, durante la traumática crisis por la derrota de nuestro Ejército en Cuba y Filipinas y sus más de 40.000 muertos, el temple, la prudencia y el exquisito respeto democrático de la Reina Regente contribuyeron a mantener el respeto de la Familia Real española

La reina María Cristina con sus hijas: La princesa de Asturias y la Infanta María Teresa Barcia Y Viet

Israel Viana

En los últimos años, María Cristina de Habsburgo-Lorena ha sido noticia por los más diversos motivos . En 2006, la historiadora María Pilar Queralt presentaba su novela, «La pasión de la Reina» , en la que recreaba los seis años de convivencia de nuestra protagonista con Alfonso XII. En 2011, el escritor y fotógrafo vasco Willy Uribe anunciaba el hallazgo de un centenar de fotografías inéditas de ella en una caja de zapatos tirada en la calle. En 2015, la baronesa Carmen Thyssen intentaba vender una joya también de la monarca valorada en dos millones de euros, aunque sin éxito.

El Rey Alfonso XII, con la Reina María Cristina

Sin embargo, en las conmemoraciones de 1998 con motivo del centenario de la pérdida de las última colonias españolas de ultramar y la crisis que acarreó aquel desastre, no se prestó casi ninguna atención a esta figura fundamental de la historia de España: la de la Reina Regente, que asumió el cargo en 1885, cuando falleció su marido de tuberculosis a los 27 años de edad. Una muerte que se produjo cuando ella estaba aún embarazada de tres meses de Alfonso XIII , quien tuvo que esperar a asumir sus funciones constitucionales como jefe de Estado hasta cumplir los 16 años en 1902.

Y eso que en aquella España a la que el presidente Práxedes Mateo Sagasta convirtió en una «democracia coronada» —según la calificaba la prensa de la época— mediante el restablecimiento del sufragio universal masculino en 1890, Doña María Cristina fue, según la han calificado algunos historiadores españoles y extranjeros, lo más auténticamente democrático que tuvo el país.

Su periplo comenzó con la triste noticia anunciada por el diario «La Época» el 26 de noviembre de 1885: «A las 4.30 horas, Su Majestad sufrió un grave ataque de disnea del que salió muy postrado. El enfermo estaba ya tan débil, que su lucha con la muerte apenas era perceptible. Desde aquel momento, el Rey fue agravándose por momentos y a las 7 volvió a repetirse el ataque. Después se volvió a quedar dormido. Descansaba recostado, casi sentado sobre la cama, con la cabeza apoyada sobre la mano izquierda. Cada aspiración le arrancaba un gesto de dolor. A las 8.30 dirigió algunas palabras a la Reina y luego cayó de nuevo en el sopor. Esta observaba con ansiedad en el rostro de su marido los progresos de la enfermedad. Transcurrieron algunos minutos y Don Alfonso ya no respiraba. La Reina aproximó la mano a su marido y comprobó que su cuerpo estaba frío. El Rey había muerto. “¡Alfonso! ¡Alfonso mío! ¡Dios mío, contesta! ¡Alfonso! ¡Alfonso!”, dijo Doña María Cristina».

«La prudencia intachable»

Desde que juró la Constitución de 1876 pocos días después, «Doña María Cristina ha sido uno de los mejores monarcas constitucionales de Europa», sentenciaba Lawrence Howel, prestigioso historiador y profesor de la Universidad de Harvard. Y así la describía en 1999 Carlos Seco , miembro de la Real Academia de la Historia (RAH): «La prudencia intachable con la que asumió en todo momento sus deberes a la muerte del Rey, dándole a la co-soberanía consagrada en el texto constitucional una interpretación favorable al otro poder soberano, y la austeridad con la que revistió su vida privada y la de su familia, la convirtieron en un modelo para el conjunto de la sociedad española y aportó al trono un prestigio que le permitió prevalecer sobre la crisis nacional del fin de siglo».

Y eso que Maria Cristina no lo tuvo fácil. En primer lugar porque llegó al país como la segunda esposa de Alfonso XII y este todavía daba muestras de estar enamorado de su antigua mujer, María de las Mercedes de Orleans , fallecida en 1878. Y en segundo, porque a la muerte del Rey, sintió la más absoluta soledad en el Palacio del Pardo. No hay que olvidar que era una monarca extranjera, sin su marido y recién embarazada del futuro monarca, que tenía que regir una sociedad que desconocía para ella que iba a sufrir, además, una de las grandes crisis de su historia contemporánea.

Ella siempre tuvo claro, sin embargo, que su deber era servir a España con el máximo respeto y siempre por el bien de todos. No parecía importarle el poder por el simple hecho de ostentarlo y así lo dejó claro en alguna ocasión, cuando se definió a sí misma como «un hilo entre dos reyes, así que debo continuar con la misma política de mi marido, que era liberal». Expresó esto incluso aunque ella no lo fuera y a pesar de que la prensa la tenía como la gran valedora de la orientación liberal-democrática de Sagasta, el político que durante la regencia estuvo más tiempo en el poder. «Ya sé que me dicen que me inclino por él —confesó en una ocasión a su cuñada, la Infanta Eulalia—, aunque mis ideas son más afines a las de Cánovas del Castillo. Pero yo podré ser conservadora sin que por eso me sienta obligada a seguir una política reaccionaria».

Conservar la Corona

El modelo que había mamado durante su infancia y juventud era, efectivamente, el de su tío, el patriarcal y autoritario Francisco José. Su educación estuvo guiada por una austera orientación católica y su sentido de dignidad regia entroncaba directamente con las ejemplares reinas que ocuparon el trono español en el pasado. Ese contraste hacía mucho más meritorio su comportamiento durante la regencia. «Con esta premisa se atenía a dos objetivos fundamentales: la conservación de la Corona y, en función de ello, un respeto absoluto a cuanto le exigían las normas constitucionales vigentes», explicaba Seco en un artículo para la revista « La Aventura de la Historia ».

La Reina María Cristina, con Alfonso XIII en 1885 ABC

Esa búsqueda de fortaleza y estabilidad para el trono fue siempre su máxima preocupación. Eso le llevó a sospechar de aquella izquierda monárquica que, según se rumoreó años más tarde, quería romper con el Pacto del Pardo, ese acuerdo informal en vísperas de la muerte de Alfonso XII entre Cánovas y Sagasta, que quería proporcionar estabilidad al régimen a través de la Monarquía. Pero su regencia caminó placidamente por la senda trazada y dentro de la alternancia en el poder consensuada por estos dos líderes. A eso se unió la mencionada austeridad y sencillez de su vida privada, hasta el punto de que sus enemigos, que también los tuvo, no encontraron otro apelativo para humillarla y molestarla que el de «Doña Virtudes».

En este ambiente tuvo que enfrentarse a las guerras de independencia en Cuba, Filipinas y Puerto Rico , al final de las cuales España se asomó al abismo de una de las peores crisis de su historia, con 40.000 muertos a sus espaldas y una economía herida de muerte. Fue ahí donde la Reina mostró sus mejores cualidades, intentando finiquitar la creciente tensión con Estados Unidos y los independentistas mediante la diplomacia. Lo último que quería era que la sangre no llegara al río.

La diplomacia de la Reina

Lo primero que hizo fue exigir al Gobierno de Estados Unidos que se atuviese a los compromisos expresados por el presidente Grover Cleveland antes de dejar el cargo, en los que ofrecía su mediación al Gobierno español para acabar con la guerra sobre la base de una solución autonómica lo suficientemente grande para Cuba. La oferta, sin embargo, fue rechazada por el gobierno de Cánovas siguiendo la opinión del Ejército, ya que no consideraban a este como un mediador imparcial. Y después, conectando directamente con los centros políticos de Europa para, una vez reforzada la posición española con la de las potencias del Viejo Mundo, obligar a los norteamericanos a entrar en razón.

En febrero de 1898 tuvo lugar una trascendental entrevista entre la Reina y Stewart L. Woodford, embajador estadounidense y hombre de confianza del presidente William McKinley . El episodio refleja a la perfección la personalidad de Doña María Cristina, si atendemos a las palabras escritas por el diplomático americano en su informe: «La Reina dijo que anhelaba la paz para su desgraciado país, que creía que usted también la deseaba y que le agradecía los esfuerzos en ese sentido».

Luego dejó constancia de su propio esfuerzo por llegar a una solución no violenta: «He cambiado el Gobierno, he concedido la autonomía y perseveraré en ese esfuerzo hasta el final. Creo ahora que, si el presidente McKinley [sucesor de Cleveland] es amigo mío, debería estar dispuesto a hacer algo de su parte. Deseo dos cosas: que prohiba al pueblo de Estados Unidos dar dinero y suministros a los insurgentes hasta que el presidente pueda comprobar que mis esfuerzos obtienen el resultado apetecido [...] y que disuelva la Junta Mayor de Nueva York, ya que si una junta ayudara a una guerra desde España contra Francia, yo acabaría con ella. Creo que debería suprimir cualquier junta que esté fomentando una guerra contra España [...]. Si hace lo que le pido, la gente de su país dejará de dar dinero y los insurgentes comprenderán que no tendrán ayuda alguna. Entonces sus jefes aceptarán la autonomía, la rebelión se extinguirá y yo obtendré la paz».

El último intento de María Cristina

La cosa no quedó ahí. Doña Cristina llegó a mostrar su personalidad en aquella reunión: «Se irguió hasta parecer toda una Reina cuando dijo: “Aplastaré cualquier conspiración contra España: no le quepa la menor duda. Sé que mi Gobierno mantendrá la paz en La Habana y hará que los oficiales del Ejército obedezcan. Quiero que su presidente prohíba a los americanos ayudar a la rebelión hasta que el nuevo plan de autonomía haya dispuesto de un plazo razonable. Si es así, habrá paz muy pronto, ya que usted me asegura que es paz lo que quiere», podía leerse en el informe.

Las negociaciones de la Reina no surgieron efecto porque Estados Unidos tenía claro que quería llegar a las armas y quedarse con los territorios españoles, pero a muchos historiadores les asombra todavía hoy la dignidad de la madre de Alfonso XIII, tan solo cinco años antes de que este asumiera sus poderes. El 15 de febrero tenía lugar el famoso atentado de falsa bandera por parte de los norteamericanos para declarar la guerra a España y Doña María Cristina todavía hizo algunos esfuerzos para lograr la mediación de las potencias europeas y evitar el conflicto, pero no hubo suerte.

Al finalizar la ceremonia del Palacio Real de Madrid en la que asumió el cargo, en mayo de 1902, el Rey firmó su primer decreto. Este decía: «Quiero dar a mi augusta madre un testimonio de entrañable afecto, al par que de respeto y gratitud porque la noble nación regida por ella durante dieciséis años haya guardado memoria de sus grandes servidos y virtudes, y especialmente de la fidelidad con la que aceptó las tradiciones de mi malogrado padre en la alta empresa de mantener unidos los anhelos del pueblo con los ideales del trono. Vengo a disponer que, durante toda su vida, conserve el rango, los honores y las preeminencias de Reina consorte reinante, ocupando en los actos y ceremonias oficiales el mismo puesto que hasta hoy».

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