Ripoll, el soldado español de la Guerra de Independencia que fue ahorcado por «hereje»

Este maestro de escuela leridano y excombatiente contra los invasores franceses fue, en 1826, el último ejecutado por el delito de herejía en la historia de España

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I. Viana

Una «víctima del furor religioso y político». Así definía « La Iberia » en 1864 a Cayetano Ripoll , el maestro de escuela y excombatiente de la Guerra de Independencia que, cuarenta años antes, había sido «ahorcado en Valencia por sus opiniones religiosas». Fue el último último ejecutado por el delito de herejía en la historia de España, en una época tan reciente que, incluso, la Inquisición ya había desaparecido. El escándalo fue tal en la época que hasta los encargados de dirigir aquel juicio trataron de buscarle una salida al reo, acusado simplemente de no ir a misa ni llevar a sus alumnos a la iglesia.

«Nadie entendía cómo se le puede quitar la vida a un hombre honrado por palabras más o menos imprudentes en materia de religión, cuando los criminales, ladrones y asesinos se pasan el día blasfemando», criticaba este diario en las tres páginas que dedicó a recordar el caso, culpabilizando a los Borbones franceses de «no haber librado a España de ese azote» a tiempo. Se refería el periódico liberal y progresista a la Santa Inquisición , prohibida hasta en dos ocasiones antes de la ejecución, preo que parecía seguir sobreviviendo: la primera, en las Cortes de Cádiz de 1812, y la segunda, con la implantación del Trienio Liberal en 1820. Esta última parecía la definitiva, pero con el regreso al autoritarismo en 1823, la represión religiosa volvía a ser legal.

En una especie de trampantojo, la Inquisición fue sustituida por las llamadas « Juntas de Fe ». Una operación de maquillaje puesto que, como tristemente comprobó Ripoll, el nuevo organismo cumplió básicamente la misma función. Esa es la razón de que, en ocasiones, nuestro protagonista aún sea considerado como la última víctima de aquella institución medieval, aunque lo correcto sería decir que es el último condenado a muerte por un delito religioso.

«Un profesor honrado»

No se tuvo en cuenta que, durante su infancia y juventud en la pequeña ciudad episcopal de Solsona (Lérida), el reo hubiera cumplido con las obligaciones propias del fiel católico. Incluso en el último instante antes de ser ajusticiado, se intentó ganar tiempo solicitando su partida de bautismo con la esperanza de que hubiera desaparecido, puesto que la Junta de Fe solo podía juzgar y condenar a los cristianos. Pero la partida apareció justo a tiempo: Ripoll era católico y había sido bautizado. No le sirvió de nada tampoco que se hubiera jugado la vida por España en la Guerra de la Independencia como soldado de infantería, ni que los invasores le hubieran hecho prisionero y hubiera sufrido un horrible cautiverio en Francia de varios años. Las cosas de Dios, debían ser juzgadas por Dios, debían pensar.

Cayetano Ripoll fue ahorcado por hereje en 1826

Por eso Cayetano fue detenido en 1824 en Ruzafa —la localidad valenciana en la que ejercía de maestro desde que acabara la guerra—, pocos meses después de que se implataran las Juntas de Fe. Fue una de sus primeras víctimas. Una mujer de nombre desconocido le denunció ante el tribunal religioso de no llevar a los muchachos a misa, de no arrodillarse cuando pasaba el viático y de haber cambiado la expresión de «Ave María purísima» por la de « Alabado sea Dios » en sus clases.

Durante su encierro en Francia, este soldado español había entrado en contacto con la doctrina cuáquera y el protestantismo. Y cuando empezó a ejercer de profesor ya se había convertido al deísmo, una religión que cree en la existencia de Dios como creador del universo, pero que niega que este intervenga en los problemas cotidianos del hombre. Fueron razones suficientes para que el vicario dictaminara, tras la investigaciones pertinentes, que «había motivos para su captura y encierro».

A juicio de la Junta de Fe, un caso tan claro de herejía como este solo podía se consecuencia de la más absoluta ignorancia en materia religiosa por parte de Ripoll. Durante los dos años que estuvo preso, un número considerable de teólogos y catequizadores fueron a visitarle a la prisión para intentar convencerle de que abrazara de nuevo el catolicismo. Utilizaron incluso las amenazas, pero no hubo manera. El detenido no tardó en ser declarado culpable de herejía, basándose en sus propias declaraciones.

Según la investigaciones realizadas en Ruzafa por el periodista de «La Iberia» cuarenta años después de su muerte, las creencias religiosas del profesor no le convertían en un docente menos entregado, sino todo lo contrario. «Su esmero y su dulzura en la enseñanza eran tan extraordinarias que, desde el amanecer hasta que empezaban las clases, recorría las barracas de la vega para enseñar a los hijos de los labradores que ayudaban a sus padres en el campo. Su generosidad era tan grande que no recibía ninguna remuneración de los pobres [...]. Personas que le trataron de cerca, me refirieron algunos hechos de su vida, que demuestran hasta qué punto se consagraba al servicio a la humanidad», escribía.

El encierro

Durante su encierro, y a pesar de no considerarse cristiano como tal, Ripoll dio muestras sobradas de su amor al prójimo: «Si descubría a un hombre más necesitado que él, le daba hasta la miserable sopa que le suministraba el carcelero. También se desnudaba para cubrir con su vestido al que perecía de frío. Su dulzura, su sinceridad y su amor al género humano atraían el corazón de los presos». Pero de nada sirvió tampoco aquella buena conducta y el 20 de marzo de 1826 fue condenado a la horca como hereje dogmatizante. La Monarquía y la Audiencia de Valencia apoyaron las acusaciones, a pesar de las presiones que ejercidas desde otros países de Europa ante semejante atropello.

«Debemos condenar a Cayetano Ripoll a la pena de horca y a ser quemado como hereje pertinaz»

El fallo, recogido en el libro « Intolerancia y libertad en la España contemporánea » (Ediciones Istmo, 1994), de Juan Bautista Vilar Ramírez, dice: «Debemos condenar a Cayetano Ripoll a la pena de horca y a ser quemado como hereje pertinaz y acabado, así como a la confiscación de todos sus bienes. La quema podrá figurarse pintando varias llamas en un cubo, el cual podrá colocarse por manos del ejecutor bajo el patíbulo para que se ubique en él el cuerpo del reo y conducirlo de este modo, después, a que sea enterrado en un lugar profano. Y como el reo se haya fuera de la comunión católica, no es necesario que le den los tres día de preparación acostumbrados. Bastará con que se ejecute dentro de las 24 horas siguientes».

El juicio fue considerado ilegal por algunos expertos contemporáneos, puesto que ni se escuchó al reo, ni se le permitió ningún defensor, ni se le comunicó en ningún momento el desarrollo de la causa. Tampoco hubo petición de clemencia ni se le concedió el beneficio de revisión del juicio. Ni prosperaron los intentos de evitar que fuera ahorcado. El propio nuncio apostólico escribió una carta al Papa León XII para informarle de lo que estaba a punto de acontecer. En ella alegaba que las acusaciones procedían principalmente de vecinos analfabetos y que, por el contrario, los testimonios de la bondad del condenado eran abundantes.

El barril con las llamas

Nada. El maestro fue entregado entonces a la justicia ordinaria para que fuera ahorcado, puesto que la institución eclesiástica como tal no ejecutaba. El 31 de julio de 1826, Ripoll realizó el trayecto hasta el patíbulo a lomos de un burro y soportando los insultos, las pedradas y los escupitajos de algunos vecinos. Al llegar a la horca, fue subido al cadalso y rodeado su cuello con la soga hasta que se abrió la trampilla. El cadáver fue después introducido en el barril pintado de llamas, dando así cumplimiento al viejo rito inquisitorial. Este, con el cadáver dentro, fue arrojado al río y rescatado a los pocos minutos para ser enterrado allí mismo, en la orilla, lejos de cualquier lugar sagrado. Ripoll tenía 48 años. Quienes le conocieron le describían en «La Iberia» como «un hombre alto, de gallarda figura y larga melena».

La ejecución tuvo una repercusión tremenda fuera de nuestras fronteras. En algunos países hasta se produjeron protestas. El Rey Fernando VII montó en cólera porque no había dado el visto bueno a la ejecución del maestro, tal y como era obligatorio por ley. Ni la «Gaceta» ni el «Diario de Avisos», únicos periódicos autorizados por el Gobierno, dieron noticia alguna al respecto. Sin embargo, fue tal el malestar que generó entre la población que, tras la muerte de Cayetano Ripoll, nunca más se volvió a ejecutar a nadie por causas religiosas. Las Juntas de Fe, última encarnación de la Inquisición, fueron abolidas en 1834.

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