La estricta dieta carnívora que arrojó al Rey Felipe II a los brazos de la gota

A las 11 tomaba una de sus dos comidas diarias, lo cual solía hacer en solitario, como parece que era costumbre en los reyes de mandíbula inquieta

Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando, por Tiziano.
César Cervera

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El papeleo, la oración y la caza ocupaban un lugar preferente para Felipe II. Un obsesivo compulsivo como él necesitaba de rutinas que le dieran la falsa sensación de que, más allá de los imprevistos cotidianos, la situación estaba en todo momento bajo su control. En «Pasatiempos», el famoso anecdotario del flamenco Jehan Lhermite , se insiste en que «los relojes gobernaban totalmente a este buen monarca, pues regulaban y escandían su vida, dividiéndola en minutos que, contados y ordenados, medían sus acciones y ocupaciones diarias, lo que causaba no poca admiración a todo nosotros».

Allí donde estuviera el palacio, Felipe se despertaba sobre las ocho . Y todavía sobre la cama, el ayudante de cámara le masajeaba los pies para aliviarle el dolor causado por la gota, mientras le leía algunos documentos pendientes. A continuación, los gentileshombres le aseaban para que acudiera a oír misa. Si estaba en el Alcázar de Madrid , las siguientes horas las dedicaba a las odiosas audiencias. En caso contrario, firmaba las cédulas y cartas preparadas por sus secretarios el día anterior. Una vida entre papeles.

Un horario rígido

A las 11 tomaba una de sus dos comidas diarias, lo cual solía hacer en solitario, como parece que era costumbre en los reyes de mandíbula inquieta (véase su padre). Luego se echaba una siesta, y se despertaba a tiempo de comenzar su verdadera jornada laboral , cuando sus ayudantes de cámara arrojaban sobre el escritorio real las consultas y memoriales de los Consejos del Reino . El alto número de cartas que respondía a diario desató en alguna ocasión el maniatado humor del Rey: «¡Mejores Pascuas nos diera Hernando de Vega con no enviar tantas consultas!», contestó con ironía en uno de sus billetes al deseo de felices fiestas del presidente del Consejo de Hacienda.

Otra de sus escasas muestras de humor ocurrió precisamente durante una de las mencionadas siestas. Aparece registrada en el anecdotario de Baltasar Porreño:

«Echándose a dormir una tarde en que había de ir a unas fiestas, dijo (el rey) a Don Diego de Córdoba, caballerizo mayor, que lo despertase a tiempo. Don Diego se quedó dormido en una silla. Despertó Su Majestad, y llegando a Don Diego, que estaba dormido, le dijo «despierte Vuestra Majestad, que ya es hora». Respondió don Diego: «Dejarme dormir, don Diego, que no es tarde».

«Todo su verdadero pasatiempo para (termina) en la ballesta»

El Rey aparcaba algún día esta vida de oficinista para ir a cazar o a pescar, aunque rara vez dejaba durante esas horas los papeles en el palacio. Hasta que se lo permitió la salud, el Monarca cazó y «holgó» con mucha frecuencia por el campo acompañado «de estos diablos papeles» y de su querida ballesta. «Todo su verdadero pasatiempo para (termina) en la ballesta», escribió Zuñiga sobre un Felipe adolescente que no abandonó esta arma ni siquiera durante sus viajes por Europa. En Bruselas mató aves como si firmara papeles y, en las islas de Zelanda , se conformó con hacer ejercicio por el campo y probar un trineo en la nieve.

Felipe II por Sofonisba Anguissola, 1565 (Museo del Prado)

Los peces y las criaturitas eran de su propiedad. Cualquiera que se atreviera a pescar en los estanques reales recibía cien azotes y, si persistía en su error, pena de galeras. Lo mismo ocurría con la caza: quien se quisiera llevar una pieza de los terrenos del Rey era objeto de un destierro de seis meses de su lugar de residencia, así como de una fuerte multa económica. Algunas de estas cazas eran luego servidas en la cena que, después de la larga tarde de papeleo o de paseo por el campo, tenía lugar en torno a las nueve.

Podía elegir entre pollo frito o asado, perdiz, paloma, carne de caza, una tajada de venado y una pieza de dos kilos de ternera. Aquel festival carnívoro venía acompañado por sopas y pan blanco, fruta a la hora del almuerzo y ensalada por la noche, pero rara vez se decantaba por la fruta o la verdura (acaso unas alcachofas con vino blanco), lo que explica porque el rey sufrió de gota.

El peor ocaso

El único respiro en su dieta dominada por la carne se producía los viernes y durante la Cuaresma, tiempo durante el cual comía pescado. Al menos hasta que, en 1585, cansado de esta tregua para sus riñones, reclamó al Papa Gregorio XIII permiso para comer también carne en estas fechas.

Después de cenar, el Rey seguía trabajando varias horas, dando por resultado un gobernante somnoliento, de ojos enrojecidos, que no dormía tantas horas como debería ni quería. Escuchando en El Escorial dos sermones («los más largos que he escuchado en mi vida») durante la Semana Santa de 1584 , el Rey reconoció en una carta a su secretario que se durmió parte de ellos. Quizás por distraerse de esta densidad, el monarca llegó a leer de forma furtiva algunas cartas mientras oía otros sermones. La oración y escuchar misa le relajaban, pero como ocurría con su propio sistema de gobierno, Felipe amontonaba sus distracciones, aficiones e intereses vitales hasta convertirlos todos en obligaciones que atender más que en ocio. La larga lista de obligaciones y distracciones pasaba por cosas tan distantes entre sí como eran la pintura, la escultura, la arquitectura, la teología o el coleccionismo de huesos de santos .

Plano aéreo del Monasterio de El Escorial.

La gota torturó en sus años finales al Demonio del Sur , que era como sus enemigos protestantes bautizaron a Felipe. En el imaginario popular ha quedado la imagen del rey gotoso trasladándose a todos los sitios en una silla especial (el artefacto medía dos metros de largo y 75 centímetros de ancho). Una imagen que no se ajusta a la realidad, puesto que no registró su primer ataque de gota hasta los 36 años. La descompensada alimentación del rey sí derivó en graves problemas de gota en su vejez, que le dejaron prácticamente inmovilizado. Es más, el rey no registró auténticos problemas de salud hasta los 50 años de edad pese a su carácter hipocondríaco. Si lo peor que le puede pasar a alguien con manía persecutoria es que realmente le persigan, lo peor que le puede ocurrir a un hipocondríaco es que le hostiguen las enfermedades.

A partir de 1580, el cuerpo del Rey fue acosado por asma, artritis (pudo ser una consecuencia de beber en copas vidriadas con plomo), cálculos biliares e incluso fuertes dolores de cabeza, quizás ocasionados por una sífilis congénita. Además, Felipe II fue víctima de una serie de fiebres intermitentes, tal vez recuerdo de la malaria que padeció de niño, cada vez más frecuentes con el transcurso de los años, que le provocaban una sed que no calmaba por más que bebiera agua. Las múltiples enfermedades de Felipe le obligaron a tratar con los físicos (la forma que usaba para llamar a los médicos) más tiempo del que habría querido. «¡Terrible gente son los físicos!», escribió en uno de sus billetes. Como le ocurría con militares, teólogos y arquitectos, el desconfiado monarca siempre creía saber más que los médicos.

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