El mallorquín Jaime Alomar se refresca en una fuente durante la 12ª etapa de la edición de 1967, desarrollada entre Digne-les-Bains y Marsella
El mallorquín Jaime Alomar se refresca en una fuente durante la 12ª etapa de la edición de 1967, desarrollada entre Digne-les-Bains y Marsella - archivo abc

Los esforzados de la ruta

El Tour de Francia nació con la promesa de asombrar al mundo con sus héroes y hazañas

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Hoy los «esforzados de la ruta» que emprenden la aventura del Tour de Francia cuentan con autobuses que son casi como hoteles donde se hidratan, comen, reciben masajes y hasta técnicas de resucitación tras el esfuerzo inhumano, pero antaño, en la edad de hierro del ciclismo, podían verse escenas como esta: el mallorquín Jaime Alomar se refresca en una fuente durante la 12ª etapa de la edición de 1967, desarrollada entre Digne-les-Bains y Marsella. En aquella edición, ganada por el francés Pingeon y con Julio Jiménez, «El Relojero de Ávila» en segunda posición (también ganó el Premio de la Montaña), participaron 130 corredores repartidos en equipos nacionales (por eso Alomar lleva un maillot con la bandera de España). Solo 88 supervivientes llegaron a París.

Su relato, como el de sus antecesores y sucesores, podría ser una continuación de «La Odisea» de Homero, o una «road movie» protagonizada por tipos que no están en sus cabales, pero en realidad el Tour fue un invento mucho más prosaico: una promoción publicitaria de un periódico para aumentar las ventas durante la estéril travesía veraniega. En palabras de su creador, Henri Desgrange, director del rotativo parisiense «L’Auto» -actualmente «L’Equipe»- nació para «asombrar al mundo»: aventureros sometidos a una prueba suprema de supervivencia, pero tentados por el dulce sabor de la gloria; etapas de 500 kilómetros, casi una vida, donde cada corredor se las ingeniaba como podía para alcanzar la meta; bicicletas de más de 20 kilos de peso que avanzaban penosamente por carreteras de grava; diferencias que se contaban no en minutos, sino en horas... Y, por encima de todo, una historia irresistible para atrapar a los lectores.

En los años 60, a pesar de la conmovedora penuria que transmite la instantánea, la cosa ya se había «humanizado»: aquellos ciclistas montaban máquinas que pesaban más de doce kilos, el doble que las de ahora, y llevaban un ajuar que consistía en dos maillots y dos culottes que lavaban por la noche en el bidé de sus hoteles espartanos. No había potenciómetros ni pinganillos para recibir órdenes de equipo, sino que el instinto, casi siempre, le podía a la premeditación.

Una imagen también impregnada de inocencia. Y, sin embargo, el Tour -y por extensión el ciclismo- perdió esa cualidad precisamente en 1967, porque fue en esa edición cuando, al día siguiente de que Alomar aliviara sus abrasadas piernas en una fuente, el inglés Tom Simpson murió en la ascensión al Mont Ventoux, víctima del calor y la ingesta de anfetaminas y alcohol. Simpson se convirtió en la primera víctima oficial del dopaje deportivo. La carrera acabó por última vez en el velódromo del Parque de los Príncipes. Y Alomar, cuyo mayor éxito como profesional fue una victoria de etapa que consiguió en el Giro de Italia de 1963, se retiró un año después.

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