Presos donde la vida no vale nada

El hacinamiento, el hambre y las enfermedades acechan a algunos de los casi cincuenta gallegos que cumplen condena en el extranjero

Una miembro de la Fundación +34, en la entrada de una cárcel de Guayaquil (Ecuador) CEDIDA

MARIO NESPEREIRA

Es agosto, año 2010, y Marga Paradela recibe un aviso a la desesperada de su hermano: «Estoy preso en Perú, sacadme de aquí». Se suponía que Francisco, así se llama, se había instalado en León durante tres meses. Un asunto de trabajo. Pero lo cierto es que se hallaba encerrado en un penal, al otro lado del charco, condenado a casi siete años de cárcel por un delito de tráfico de estupefacientes. «Así empezó todo», relata esta coruñesa como si fuera el prólogo de una agonía compartida: la de su hermano, hacinado, hambriento y durante un año enfermo; y la de su familia, en vilo por si un día recibía una llamada acompañada de un pésame.

Marga pasó cuatro años dando «golpes de ciego» para atender las necesidades de su hermano en Perú, hasta que encontró el auxilio de la Fundación +34 en el trayecto final del calvario. Su presidente, Javier Casado, se encarga de entregar a las familias «un halo de esperanza», cuando les hace saber que hay alguien «que les está cuidando». Se refiere a los 1.200 presos españoles que hay repartidos en penitenciarías de todo el mundo : Colombia, Tailandia, Melbourne, donde sea. Al menos 49 son de procedencia gallega. Una buena parte están retenidos en cárceles de Latinoamérica, donde al poco de entrar se dan cuenta de dónde y cómo cumplirán su condena: «El hacinamiento se produce en cárceles pensadas para 1.500 presos, pero donde hay 6.000. Allí la vida no vale nada», protesta Javier. Duermen en los pasillos o en los patios, comen cuando pueden y sobreviven gracias a las ayudas bajo cuerda que reciben de algún familiar, cuando no son directamente sobornos.

En sus dificultades está la razón de ser de la fundación. Javier los llama «los nunca olvidados». Hace días emprendió rumbo a Rusia. Allí acudió a visitar a un reo español encarcelado en mitad de la estepa, en un edificio de la Segunda Guerra Mundial. Era una cárcel vetusta y sin cristales que cortaran el paso a las temperaturas de 10 grados bajo cero. A menos que exista una urgencia, cada seis meses, reciben la llegada de un médico enviado por la entidad y periódicamente cuentan con el soporte de los voluntarios: estudiantes y trabajadores españoles que dedican parte de su tiempo a paliar el abandono y la soledad de sus compatriotas. Porque la «patria es eso», resume Javier.

Vidas en la diana

Su actividad se financia gracias a los aportes del Estado y las comunidades autónomas. Galicia, incluida. La Xunta renovó este año el convenio con la organización, a la que ingresará 12.000 euros procedentes de la secretaría xeral del Emigración. Contribuyen a aliviar un problema que pone vidas en la diana. «Lo peor es cuando fallecen. Por desgracia este año ya llevamos cuatro fallecidos y en los últimos me parece que superamos los setenta. No es un ‘bueno, no pasará nada’, es que por una simple infección bucal, y con la tuberculosis, te vas al hoyo».

En la calle hay dos tipos de reacciones: «Hay gente que no deja de pensar que son seres humanos que necesitan ayuda y hay otros que piensan, ‘pues que se joda’. Ya sabes lo que es esto». Las familias también se polarizan. Están las que no han tenido «ningún contacto con la delincuencia» y prefieren que nadie sepa que uno de los suyos está encerrado en el extranjero, una mezcla de discreción y de medida preventiva contra los comentarios de terceros.

Aunque también hay personas como Marga. Hizo de todo. Buscó por internet, tocó en las puertas de la Delegación del Gobierno y encontró a la fundación. No se detuvo hasta que Francisco volvió a casa. Se había ido con 110 kilos y regresó con 53, arrastrando como peajes de su cautiverio una tuberculosis y una adicción a las drogas en vías de superación. «Puso un pie en el avión y no volvió a consumir». El primer año durmió en el suelo y los cinco siguientes en una celda con ocho personas más. Marga le llamaba a un móvil que había conseguido gracias al dinero girado desde Galicia, con el que podía comunicarse sin temor a los inhibidores de frecuencia que aíslan el recinto del exterior. «Cuando yo viajé allí, vi con mis propios ojos las cabinas arrancadas del suelo para que los chicos no pudieran llamar».

La sensación de desamparo la inundó, aunque Marga siguió abriendo la cartera: «He llegado a pagar trescientos euros por cabeza al director del penal para que le quitaran expedientes negativos». En esos días, el Gobierno ni estaba ni se le esperaba: «Ha estado en tratamiento durante un año y el consulado no lo ha sabido (…) Han cometido allí un delito y nadie dice que los perdonen, solo que cumplan el convenio bilateral de traslado».

Nueva vida

Desde hace dos años Francisco trabaja como redero en los puertos de mar. Se ha recuperado «física y psicológicamente» junto a su mujer y sus hijos. Ahora pesa 96 kilos y su ejemplo cunde entre los demás miembros de la organización. Los roles de Marga, a ojos de las demás familias, también se han invertido: «Antes era la hermana de Francisco y después voluntaria, ahora es al revés». En vez de esperar por noticias de Perú, aguarda por las que le llegan de otros casos de Valencia, de Asturias o de Tenerife; familias que, como ella en su momento, necesitan aferrarse a los consejos hasta que un día no los necesiten más. «Esto engancha…y no precisamente como una droga»

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