Ferran Garrido - Un pica en Flandes

Coronavirus: el miedo y la memoria

«Miren que llevo semanas sin hablar de política, una promesa que me he hecho hasta que pase la pandemia»

Imagen tomada este viernes en el hospital Arnau de Vilanova de Valencia MIKEL PONCE

La otra mañana salí huyendo del miedo y me di de bruces con la memoria. Y no sé qué fue lo que me dio más miedo…

Se llama Julia. Tiene setenta y tantos años y vive sola. Vivimos solos los dos, como ella dice, el uno al lado del otro, pero ella vive sola. Es mi vecina y compartimos rellano de la escalera y una vieja y larga amistad. Era amiga de mis padres y eso, eso marca y no se olvida.

Julia llamó a mi puerta, en pleno confinamiento, y supe que algo le pasaba. No es la gravedad de lo que acontece si no la importancia que le damos. Y ella lo estaba pasando mal. Su teléfono no funcionaba. Eso, que en cualquier otra situación se soluciona en un pis pas, en las presentes circunstancias, y para una persona mayor que vive sola, es un drama.

Llamó a mi puerta, los ojos en lágrima viva y la mirada muerta. Llamó pidiendo ayuda en medio de la desesperación de no saber qué hacer, con los hijos lejos, y el Whatsapp fuera de juego. Sin teléfono y sin datos, que en la soledad de la reclusión se había comido los ocho gigas del mes. Con miedo a no poder llamar a la farmacia, o a Mercadona, o a su familia. Con pánico a quedar aislada. Con más de 70 años. Sola.

Le pude resolver el problema rápidamente, con la sencillez de una llamada desde mi móvil. Lo simple del problema fue lo que me provocó tanto miedo. Un miedo que vi en sus ojos que, en pocos minutos se llenaros de afecto y agradecimiento. Una vez más pensé en la necesidad de no dejar de lado a nuestros mayores. No pude abrazarla. Ni darle un beso, pero nos lo dijimos todo en el rellano de esa escalera con olor a desinfectante , más limpia que los chorros del oro.

Cerré la puerta intentando escapar del miedo y me encontré con mi memoria. Julia era amiga de mi madre de toda la vida. Y mi madre, aunque hice mucho más de lo posible, también pasó mucho tiempo a solas. Y fue entonces cuando vinieron algunos recuerdos y un pensamiento . La necesidad de cambiar esta sociedad para volver a ser lo que fuimos en nuestras relaciones humanas, devolver el respeto al individuo, volver a dar su valor a la persona y recuperar del olvido a los más mayores. No paro de pensar que mi padres, que ya fallecieron, “esto que se han ahorrado”.

Imagen tomada este viernes en el hospital Arnau de Vilanova de Valencia MIKEL PONCE

Los recuerdos los comparto con ustedes, tal vez por sacarme algún fantasma del cuerpo. Me vino a la cabeza aquella colección de cuentos grabados en disco de vinilo que, siendo niño, me regaló Julia y yo escuchaba en compañía de mi madre en el viejo tocadiscos de maleta. Estaba el del Lobo y Caperucita Roja, que siempre me dio muy mala espina, fíjense, esa extraña pareja. También el de Cenicienta y su Príncipe Azul, que era un soso sin sustancia, Eso sí, guapo y encantado de haberse conocido. Pero a mí me gustaba el del gallo Kiriko , que se comió al pobre Gusanito haciendo gala de todo un catálogo de engaños, real como la vida real misma, y que cuando le preguntaban por al animalito siempre contestaba… “con él mi tiempo no pierdo, si le he visto no me acuerdo”.

Miren que llevo semanas sin hablar de política, una promesa que me he hecho hasta que pase la pandemia, y hoy tengo la escusa perfecta en el encuentro con estos cuentos de mi memoria. Visto lo visto, en lo de la política digo, y tal cómo se comportan los Señores de Feroz y los Señores de Azul en los cuentos, me quedo con la frase del gallo Kiriko para no hacerles perder el tiempo. La verdad es que con ellos mí tiempo no pierdo, si les he visto, a estas alturas del cuento, no me acuerdo. Espero no acabar en la paella, como acabó Kiriko.

Sólo pienso una cosa. Mirando esos ojos de miedo de Julia estoy seguro de que, cuando todo esto acabe y ya que no va a cambiar el cuento, en la vida real tenemos el deber moral de cambiar muchas cosas. Muchas.

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