Peregrinación a la nueva Barcelona turística, zoco oriental

El verano del coronavirus, el niño que descubrió Barcelona entre las palomas de la plaza de Cataluña descubre que aquella ciudad de su infancia se ha convertido en un zoco oriental

La plaza Cataluña, en el atípico verano barcelonés J. P. Quiñonero

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El niño que descubrió Barcelona entre las palomas de la plaza de Cataluña, el año del estreno de Bambi, la legendaria película de Disney, descubre, algunos años más tarde, que aquella ciudad de su infancia se ha convertido en un zoco oriental, que le recuerda Oriente medio, el Magreb y la geografía de Las mil y una noches.

El verano del coronavirus, aquel niño, que soy yo mismo, descubre la misma plaza medio desierta, con incontables palomas, siempre, entre las que se fotografían numerosos niños y madres musulmanas bien cubiertas con sus magníficos velos islámicos.

Tomando la ruta turística canónica de La Rambla , la cafetería («Nuria») donde tomaba horchata mi madre está cerrada, rodeada de nubes de pequeños grupos de turistas que llegan, es una evidencia, del Magreb, Pakistán u Oriente medio. Pocos metros más lejos, no caigo en la tentación de tomar un suntuoso kebab (kabab, en persa), «auténticamente turco» me advierte el señor que está en la barra de un chiringuito muy Estambul cosmopolita.

Estampas de agosto en La Rambla J. P. QUIÑONERO

Llegando a la Boquería, cita obligada para el turista de cualquier continente, una banda de hercúleos africanos jóvenes, vestidos con alegres bañadores amarillos y rosados, con calaveras, hace cola para comprar bocatas de jamón de guijuelo (a 14,9 euros la pieza). Y una señorita en paños muy menores me advierte que ella también está en la lista de espera. Le cedo la vez.

En la esquina Rambla y Portaferrissa, diez antidisturbios muy armados y enmascarados rodean a dos jóvenes con poco pelo de diversos colores y muchos tatuajes. Me dicen que «circule», «no hay nada que fotografiar». Digo que unos amigos viven a pocos metros de esa esquina. Me dejan seguir por Portaferrissa, donde me cruzo con un predicador musulmán tirado por los suelos, delante de un par de velas. Me propone descubrirme toda la verdad sobre el Covid-19. Detalle que le agradezco, claro está, antes de seguir mi camino.

Entrando en la avenida de la Puerta del Ángel, me tropiezo con hombres leyendo y pidiendo limosna tirados por el suelo, también ellos. Las tiendas tienen mucho color. Me recuerdan El Cairo, el año del asesinato a tiros de Anwar el-Sadat, cuando la policía cairota me requisó mi Nikon F2 de la época, en una comisaría, quedándose con mis fotos, según me dijo reconviniéndome Chencho Arias, que me sacó de apuros y por entonces estaba al frente de la Oficina de Información diplomática.

Hacia la plaza de la Cucurulla, una banda de jóvenes musulmanas elegantes me preguntan cómo se llega a la Boquería, que han descubierto con una aplicación, en árabe, en su iPhone 11, con su funda de brillantes supongo que falsos. Su inglés es mucho mejor que el mío, muy rudimentario. Y se ríen cuando intento decirles algo en catalán.

Ya en la avenida de la Puerta del Ángel, una pareja gay/trans (negro & blanca) se dicen encantados con mi proposición de fotografiarlos, pero declinan mi invitación: «Si mi madre me viese, con estos pelos».

De nuevo en la plaza de Cataluña, donde Carmen compra los huevos gallegos que encantan a Amancio Ortega, cocinados por Martín Berasategui, dos hermanas marroquíes, una con su buen velo islámico, la otra muy descocada, me explican que ellas ya son catalanas y hablan mejor catalán que español. «Nuestros padres nacieron en Rabat. Ellos siguen siendo marroquíes. Vivimos en Nou Barris».

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