Sergi Doria - Spectator In Barcino

Puigdemont y la secta sonámbula

A la Cataluña sonámbula le cuesta despertar. El único programa de Junts es seguir la corriente a un político desconectado del mundo real

Carles Puigdemont, Jordi Sànchez, Jordi Turull, Josep Rull, Joaquim Forn y Lluís Puig saliendo de la llamada Casa de la República de Waterloo ABC
Sergi Doria

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Según la psiquiatría, el sonambulismo dura como mucho media hora: un tiempo suficiente para que el sonámbulo se accidente en su azarosa senda o lastime a otros. Autócratas, líderes carismáticos, dictadorzuelos aficionados y movimientos redentoristas comparten rasgos con el sonambulismo, en episodios más prolongados y dañinos. «Sigo mi camino con la seguridad de un sonámbulo», proclamó Hitler el 14 de marzo de 1936 en Múnich, la ciudad en la que se estrenó como golpista: el putsch de la cervecería en 1923.

De la mirada fija de Franco en las postrimerías de su régimen se colegía que estaba ya en otro mundo: parecía esquivar la torva actualidad para recobrar su fulgurante ascensión marroquí o la victoria en la guerra civil: aquel discurso del 1 de octubre de 1975, tras los fusilamientos que provocaron protestas en toda Europa. Lo mismo puede aplicarse a Stalin o al glacial Putin cuando, sin pestañear, anuncia masacres.

En 'La increíble historia de António Salazar, el dictador que murió dos veces' (Debate) Marco Ferrari cuenta que después de un golpe en la cabeza que se complicó con una hemorragia cerebral y un coma, el impasible lusitano alternaba momentos de lucidez con un comportamiento que se asemejaba al sonambulismo.

Aunque sustituido en la jefatura por Marcelo Caetano, se acordó que el dictador creyera que continuaba rigiendo los destinos del país: «En un estado medio vegetativo, el profesor de Coímbra siguió firmando papel tras papel, dando consejos a los ministros, quejándose de su desinterés, celebrando reuniones de gobierno, concediendo audiencias y mandando misivas a todos los rincones del imperio», apunta Ferrari.

La pantomima se prolongó de abril de 1969 hasta el fallecimiento de Salazar, el 27 de julio de 1970. Pese a los cambios en la cúpula de la dictadura, añade su biógrafo: «Los exministros tenían que seguir siendo ministros, los gobernadores también, así como los jefes de la PIDE (la policía política); Américo Tomás debía acudir a contarle todo lo que sucedía en la metrópoli y en ultramar. A fin de cuentas, Salazar era el jefe, y todos le debían el puesto que ocupaban…».

El secesionismo ha «sonambulizado» Cataluña y ha causado onerosos desperfectos en la convivencia. Sus cabecillas no se han manchado de sangre como los dictadores mencionados, aunque, en algún caso, exhiban cierta propensión a los sacrificios humanos: Clara Ponsatí –la cultura no hace, necesariamente, buenas personas– reprochó a Puigdemont sus reparos en proclamar la independencia tras el pucherazo del 1-O: «Mientras hagas servir el argumento de que paremos para que no haya muertos sobre la mesa no seremos independientes», le espetó.

El sonámbulo mantiene los ojos abiertos y a veces habla (somniloquia); pudiera parecer que está despierto: incluso puede transitar por lugares alejados de su hábitat. Así ocurrió a Puigdemont y Alay, su hombre de confianza, al pretender separar Cataluña de España con la ayuda de la Rusia de Putin.

El fugado de Waterloo congrega al directorio durmiente de la Cataluña sonámbula con Comín, Ponsatí, Puig y el fantasmal Consejo por la República. En los estadios intermedios de la «ensoñación» –así consideró la sedición el juez Marchena–, Laura Borràs: contrapeso mágico a la porfía de Aragonès por dejar atrás, después de diez años, el independentismo onírico.

En el partido de Puigdemont la fanática ensoñación cursa de abajo a arriba: en noviembre de 2020, las tres cuartas partes de la militancia votó a Borràs como candidata a la Generalitat: entonces ya estaba imputada por corrupción y ahora va camino del banquillo. En las bases, los sonámbulos de la Cataluña monolingüe. Con la estelada desteñida en el balcón y un rígido lazo amarillo, siguen comparando la democracia española con Turquía. Tachan de «represión» aplicar la ley a quienes pretendieron debelar la Constitución.

La dirigencia que conoció la cárcel se divide entre quienes parecen recobrar la conciencia y aquellos que, como Oriol Junqueras, alternan instantes de lucidez con espejismos oníricos. No es extraño. Pese a su aparente pragmatismo, Esquerra viene de Macià y Companys: dos conocidos sonámbulos.

La república de la Cataluña sonámbula conducía más a un régimen corporativo y clientelar que a la democracia avanzada que prometían sus mentores: «La gente se afiliaba al Partido para conseguir un empleo o para conservarlo, para ascender en el trabajo o para evitar que les asignasen un trabajo peor, para conseguir un contrato o para no perder un contrato, un cliente, un paciente»: Milton Mayer describía así la sociedad alemana años treinta en 'Creían que eran libres' (Gatopardo).

A la Cataluña sonámbula le cuesta despertar. El único programa de Junts es seguir la corriente a un político desconectado del mundo real. Cabe esperar más despertares de la Gran Ensoñación, aunque a un ritmo todavía demasiado premioso. Sonambulismo de Junts versus funambulismo de Esquerra.

El secesionismo se ha roto la crisma. Es lo que pasa al deambular sobre el vacío.

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