Sergi Doria - Spectator in Barcino

La república de las mentiras

Además de alimentar tópicos sobre España, la Cataluña nacionalista se niega a desmontar sus propios mitos

Cuánta verdad somos capaces de soportar? inquiría Nietzsche. El «procés» no soporta la verdad. En el primer aniversario de prisión de los «jordis», con Elsa Artadi en su nuevo cargo de plañidera mayor, los cabecillas de Òmnium y la ANC escupían venablos contra el Estado Represor (a la turca) que encierra a sus «cívics i pacífics» líderes. Lo cierto es que la prisión preventiva no se hubiera prolongado tanto si Puigdemont, Marta Rovira y Anna Gabriel no se hubieran largado, justificando así el agravante de peligro de fuga.

No era verdad que en cuanto se proclamara la República Catalana los países de la UE acudirían en tromba a darle la bienvenida. Ni que los bancos -o la Agencia Europea del Medicamento- salivarían por afincarse en Barcelona.

Los que se fueron, como el Grupo Planeta, no volverán. Sucede en Cataluña como sucedió en el Québec. Entre las mentiras (de las gordas) del independentismo, el caso quebequés. En el Círculo del Liceo el profesor de la Universidad de Toronto Adrian Shubert decía que los independentistas no han entendido nada: «Hoy, el Québécois es un partido de viejos». La imagen «dialogante» que el secesionismo vende al referirse al Canadá, otro embeleco: «No hubo negociación. Actos unilaterales del gobierno quebequés cuando el partido separatista era mayoritario…» La Ley de Claridad: «Para que valga un referéndum la pregunta debe ser clara y aprobada por las fuerzas parlamentarias, incluidas las provincias del Quebec y los pueblos indígenas». Tras las últimas elecciones, concluía Shubert, «el separatismo está muerto».

Shubert ha coeditado con José Álvarez Junco la utilísima «Nueva Historia de la España Contemporánea (1808-2018)» (Galaxia Gutenberg): treinta y cinco capítulos -desde los nacionalismos a las relaciones de género- y una quincena de biografías de los protagonistas históricos.

España no es un país raro ni una excepción europea, concluyen ambos historiadores. Sigue pesando la leyenda negra, el exotismo romántico y las crónicas de Hemingway en la guerra civil. Además de alimentar tópicos sobre España, la Cataluña nacionalista se niega a desmontar sus propios mitos. Uno de tantos atribuye al general Espartero que Barcelona debe ser bombardeada cada cincuenta años. Como biógrafo del militar liberal, Shubert desmiente tal consigna. Espartero bombardeó la Ciudad Condal en 1842, pero «hasta ese momento y también después, fue una figura muy apreciada en Cataluña, la más querida después de Prim; afirmar que Espartero es un ejemplo de la maldad de España para destruir Cataluña no es verdad». El nomenclátor barcelonés revela la indigente memoria urbana nacional-populista. Espartero tiene una calle -entre Canuda y Portaferrissa- que se llamó Duc de la Victòria. Luego se quedó en Duc, como si fuera el nombre de un perrito. El Santo Oficio le aplica a ese representante de la milicia progresista la peor de las condenas: el olvido.

En El Vendrell, la CUP propone, con éxito, cambiar el nombre de la calle General Prim -junto con Espartero, el político más importante del XIX- por el de 1-O. Más mentiras. Según la propaganda, del referéndum ilegal se deriva un «mandato democrático» y una «mayoría social» que justifica la desobediencia al Estado.

Tampoco es verdad el «España nos roba». Borrell ve en el Brexit y el «procés» discursos similares. Si a Cataluña España le «roba» los famosos dieciséis mil millones, la Inglaterra rural compró la fantasmada de Farage: Bruselas se llevaba cada semana trescientos cincuenta mil millones de libras. Parecía difícil que los ingleses se tragaran las estadísticas de un aficionado a las pintas de cerveza. En el momento del delirio, todos los países se parecen.

¿Y el derecho de autodeterminación? En su «Breve historia del separatismo catalán», Enric Ucelay-Da Cal recuerda que tal doctrina «no es ley en ninguna parte (lo fue en la URSS y así acabó en 1991), se incluyó en el vaporoso proyecto de derecho Internacional de la ONU desde 1945 en adelante». El «derecho de autodeterminación», colige, «no pasa de ser un tema de conversación negociadora, pero no un principio incuestionable. Tiene que haber grandes potencias muy interesadas en el asunto en cuestión. Y no es el caso de Cataluña».

La enésima mentira: el Consell de la República que Torra presentó en su sermón del TNC como «el altavoz más potente de la lucha por la libertad de Cataluña en el mundo». Su puesta en marcha se aplaza sine die.

Previsiones y promesas desmentidas por la realidad. El discurso de la ANC demuestra que la parte de una parte de Cataluña persiste en el golpismo de la DUI y la «ocupación del territorio de forma indefinida». La apelación al «pueblo» y la «gente» -«el pueblo manda, el gobierno obedece»- revela el desprecio hacia las instituciones democráticas. Es el «doblepensar» orwelliano: quienes blasonan de antifascistas ejercen el fascismo. «La verdad es revolucionaria» afirmó Gramsci. La única verdad de la República Catalana es que no existe.

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