Antonio Piedra - No somos nadie

Félix Salas

«Si las heladas de mayo abrasaban las flores de la cepa, a Félix le brotaba automáticamente la sabiduría del labrador que llevaba dentro»

Antonio Piedra
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Hace hoy 7 días, Félix Salas Palenzuela recibió cristiana sepultura en Corcos del Valle. A su pueblo natal -epicentro de sus iniciativas empresariales-, acudimos familiares y amigos para dar el último adiós a una de las personas más vitales, afectuosas y risueñas que ha dado la viticultura en Valladolid. Durante estos días se ha hablado mucho y bien de su persona, que hizo de la cultura del vino un emporio y una proximidad. No hablaré aquí ni de sus planteamientos renovadores, ni de sus éxitos por ser de sobra conocidos y reconocidos. Me centraré en su cercanía, que conocí muy bien, y que era connatural a Félix Salas como ciencia infusa en lo público y en lo privado.

Como hijo de viticultor con bodega y viñedo, que se transmitía de generación en generación, conocía el oficio desde el origen de la cepa hasta el último afán de la crianza.

Y siempre mirando al cielo. No sólo porque creía en él como manda la Santa Madre Iglesia, sino porque tenía experiencia de las alturas como si de ellas dependiera el fruto y la atmósfera de la vida. O sea, como del corral de su casa. Si una nube atravesada aparecía en el horizonte amenazando la cosecha de la uva en el mes de agosto, Félix Salas, mirando las evoluciones del cielo, echaba mano -nadie sabe cómo- de su álgebra secreta: «¡Pues mira, ésta que viene de Palazuelos no me rozará, pero la pobre M... esta vez, qué será de ella, no podrán venderme sus uvas». Y así ocurría.

Si las heladas de mayo abrasaban las flores de la cepa, a Félix le brotaba automáticamente la sabiduría del labrador que llevaba dentro. De inmediato, como sellando un futuro incierto, cambiaba los hollejos por un costal de harina como si se tratara de la misma cosecha. Y así debía ser, porque su filosofía práctica nunca la he visto reflejada en ningún tratado de agricultura clásica o moderna: «¡qué desastre sin uvas el majuelo!; ya, pero con pan es menos duelo». Y con esta conformidad, tan estoica en el fondo, rubricaba el cambio de tercio hasta la siguiente cosecha que, invariablemente, volvía a depender de los giros del cielo. Su sentido del humor tampoco admitía quebrantos, y fue parte esencial de su salud nonagenaria que condujo su propio coche hasta poco antes de su muerte. No era un cómico, sino un humorista que hacía pensar. Cierta vez, junto con su hermano Hilario, me sometió a la prueba del nueve: me examinó de lo que yo mismo había escrito en un libro. Y claro, me pillaron en cantidad de imprecisiones con las fechas. Félix rubricó así el desastre: «Está claro que el tiempo no es lo tuyo, tendrás que mirar con más frecuencia a las nubes». Por esto mismo, cuando el domingo pasado, su muerte nos convocó en la Iglesita de Corcos, que el mismo había restaurado, la emoción subió de tono hasta rozar el cielo que él dominaba con tanta precisión y humanismo. Descanse en paz.

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