Diario de Santo Tomé (10): El monaguillo rebelde

De los cinco hermanos, los tres primeros fuimos monaguillos . Los otros dos, que nacieron más tarde, se salvaron del celo apostólico de mi padre, que nos obligaba a hacer los nueve primeros viernes de mes que te aseguraban que al morir lo harías en gracia de Dios y los cinco primeros sábados de mes que no recuerdo que te aseguraban. Teníamos que ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar, confesarnos los sábados por la tarde, no comer carne los miércoles y los viernes durante el periodo de cuaresma, ayunar desde las doce de la noche si queríamos comulgar al día siguiente , levántanos de noche para ir en mayo y octubre al rosario de la aurora, participar en las procesiones del barrio, ir el domingo de Ramos con las palmas, visitar los monumentos el día de Jueves Santo, hacer ejercicios espirituales, rezar en las comidas, al ir a dormir, al despertarse, poner lamparitas votivas en aceite la noche de los difuntos, montar el belén, adorar el Niño Jesús en la misa del gallo , por San Blas ir a que nos bendijeran las gargantas y por San Antón llevar el perro a que lo bendijeran. Además de ir a un colegio católico.

Al final de la calle de Santo Tome, ya desembocando en la calle del Ángel, está el convento de las monjas franciscanas de San Antonio . Mi madre cuenta que las recuerda, cuando la guerra, saliendo del convento vestidas de paisano, el pelo corto, con ropa regalada por la gente del barrio, caminando torpemente en fila bajo los insultos, las risas y las humillaciones de los milicianos . Mi madre siempre decía que «parecían animalitos asustados. No sabían andar, iban con la vista baja temblando aterradas».

Las 'Antonias', que es como se las conoce en el barrio, tienen una iglesia enorme con un retablo barroco que ahora enseñan a los turistas para poder vivir . Por un tiempo mi hermano Carlos fue el monaguillo de las monjas. El cura se llamaba don Ángel Moreno y era un predicador de estilo aparatoso, barroco y exagerado que gustaba mucho a las beatas y parroquianas . Cuando predicaba sobre la Virgen se pasaba una hora diciéndole piropos y moviendo los brazos como aspas de molinos. Subido en el pulpito revestido de casulla y alba , manipulo incluido, parecía un personaje irreal. Decía la misa muy deprisa y en verano llevaba bufanda. Vivía con un ama con la que se casó al colgar los hábitos . Ya de seglar siguió con la bufanda y s e hizo chamarilero comprando ventanas del XVII, cálices, patenas y copones parecidos en los que él consagrabra el vino y el pan en sangre y cuerpo de Cristo, regateando en conventos de monjas arruinadas imágenes de santos y vírgenes , a las que cuando era cura elogiaba y aclamaba desde el pulpito.

Andaba un poco ladeado como si llevara el peso de una cruz en el hombro derecho. Es cierto que nosotros éramos los que íbamos a ayudar al cura, los que le echábamos el agua para que se lavara las manos, Lavabo inter innocentes manus meas, Et circumdabo altare tuum, Domine , los que tocábamos la campanilla a la hora de la consagración, Hoc est enim corpus meum , los que poníamos la patena debajo de la cara de los fieles que iban a comulgar para que no cayera al suelo una partícula del cuerpo de Cristo, Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam. Amen , los que pasábamos la bandeja para que depositaran una limosna...

Pero quien de verdad ejercía la profesión de monaguilla era mi madre . Ella nos despertaba, nos vestía, nos lavaba y nos llevaba hasta la puerta para estar segura de que no nos volvíamos a dormir como ocurría con mi hermano Carlos. Mi madre tenía que levantarse tres y cuatro veces para despertarle, vestirle, peinarle y prácticamente ponerle en la calle y empujarle para que saliera. A menudo incluso vestido, y cuando se iba a dormir él hacía lo mismo y se acostaba con ropa y todo.