Toledo, una belleza de horno de leña

El sol se ha levantado juvenil y poderoso hoy, soberbio casi, y se ha deshecho de su almohada de nubes con un manotazo alegre y primaveral. El sol, ese señorito dandy que genera sombras y admiración a partes iguales por donde pasa, se ha calzado sus botas de campo dispuesto a pasear el día entero por colinas y valles, altiplanos y parameras, como un hidalgo castellano sin oficio ni beneficio. Es un sol presuntuoso de últimos de Febrero, un sol de los que le permiten al perro ver su sombra y, de paso, obedecer al refranero.

Y, sin embargo, a estas horas los ojos del curioso no se fijan en el sol. Los ojos se le van a directamente a la ciudad. Porque la belleza la tiene Toledo toda para sí. Es un encanto espontáneo y magnético. Es una hermosura delicada que le florece desde dentro y que brota casi sin querer. Despaciosa y escurridiza. Delicada y divina. Como un secreto que no se puede contener pero que nunca debería haber sido revelado. Es una belleza de horno de leña, redonda y apetitosa, linda por fuera y crujiente por dentro. Como de pan recién braseado. Un pan amasado con levaduras antiguas y harinas doradas.

Toledo es agraciada cuando amanece y su belleza aflora cuando se abandona a los tenues resplandores y desdeña al sol altivo y rotundo. Su belleza surge cuando su piel ocre, tempranera y fría, se deja acariciar por la luz tibia y temblorosa de la madrugada. Entonces, posa plácidamente como una maja desnuda, angulosa y medieval, a la espera de un Goya que la pinte, un turista que la fotografíe o un paisano que, sencillamente, la piropee.