Adiós, Marsé

El escritor toledano Martín Sotelo se despide del gran novelista, con quien intercambió cartas durante años

Joan Marsé I.BAUCELLS

POR MARTÍN SOTELO

Fue leyendo un libro de conversaciones con Lobo Antunes, en que el escritor portugués comentaba que se carteaba con Céline, cuando descubrí que se podían escribir cartas a los escritores . Pensé en escritores que me gustaran mucho. Todos estaban muertos. El único grande que seguía vivo era Juan Marsé, y le escribí —una carta muy larga— vía editorial, sin saber si le llegaría ni esperar contestación alguna.

La alegría fue inmensa cuando, al cabo de un tiempo, vi en el buzón de casa su carta de respuesta, escrita con su bonita caligrafía, la de los sueños, la misma con la que escribía a mano sus novelas. Que él, Marsé, mi escritor favorito, hubiese escrito de su puño y letra mi nombre y la dirección de mi casa, en un pueblo de mala muerte de Toledo, me estremeció de arriba abajo. En su misiva, me pedía disculpas por la demora en contestar, me explicaba que, al no encontrarse en Barcelona, su hija le había llevado mi carta hasta El Vendrell, su residencia de verano, donde se hallaba en esos momentos, y me daba las gracias por la paciencia de leerle y por la carta tan exhaustiva que le había mandado, destacando detalles de su obra que ni los mismos eruditos —menuda palabreja, decía— habían captado. Fue la primera de las muchas cartas que nos cruzamos . Compartíamos gustos. Me recomendó, entre otros libros, los cuentos de Fitzgerald, las novelas de Maugham y de Joseph Roth, Poderes Terrenales , de Anthony Burgess, y me descubrió a Julio Ramón Ribeyro.  

Marsé creó un mundo y un lenguaje propios. Allí, entre padres ausentes, pijoapartes y teresas; entre anarquistas, putas, pistoleros, traperos, niños sarnosos y aventis, se sentía a gusto. Ese era su territorio.

Siempre fue amable y generoso conmigo. En cuanto le comenté que escribía, quiso leer mis cosas. Para un joven de veintipocos años, que empieza a escribir y vive aislado en la comarca de La Sagra, aquellas cartas y aquel interés de Marsé significaron aliento, el mejor estímulo para seguir escribiendo. Fue tan atento, tan amable, que cuando le informé de que había presentado una novela a Seix Barral llamó a la editorial para interesarse. Me dijo que le dijeron, textual: «Sorprendente madurez para un escritor joven desconocido», aunque finalmente desestimaron su publicación. Me firmó también una carta de recomendación para una beca literaria. Y él, que no solía hacer esas cosas, aceptó escribir una frase promocional para la contraportada de mi segunda novela . Cuando tuve que ir a Barcelona a presentar dicha novela, le avisé de mi viaje, sin más intención que informarle de ello, y me respondió que sintiéndolo mucho no podría acudir, por encontrarse achacoso, pero me daba su teléfono para que me pasara por su casa.

En su despacho, me ordenó que le hablara más alto, que estaba un poco teniente de un oído, me preguntó cómo había ido la presentación y cómo estaba siendo mi estancia en Barcelona. Nos reímos hablando de los escritores modernitos y pedantescos de ahora, que cuanto peores son más endiosados están. Me dijo que, visto el panorama editorial y literario actual, el reto del verdadero escritor no era tanto pertenecer al mundillo como resistirse a él . Marsé creó un mundo y un lenguaje propios. Allí, entre padres ausentes, pijoapartes y teresas; entre anarquistas, putas, pistoleros, traperos, niños sarnosos y aventis, se sentía a gusto. Ese era su territorio.

Estuvimos hablando de escritores a los que ambos admirábamos; estuvo de acuerdo cuando le dije que la prosa de Rulfo me parecía la mejor; me dijo que eran muy amigos, que siempre que venía Rulfo a España se pasaba por su casa, aunque las últimas veces estaba ya muy mal, muy alcoholizado. Hablamos de Ronda del Guinardó ; me interesaba saber cómo un hombre ya mayor había sido capaz de meterse de esa manera tan humana, tan profunda, en la piel de una niña violada que pasea la Moreneta de puerta en puerta. Le dije que Jan Julivert Mon, protagonista de su novela Un día volveré , era uno de mis personajes literarios favoritos, junto con Julien Sorel y el gran Gatsby. Se ruborizó un poco, le abrumaba tal comparación. Me enseñó la sobrecubierta de Noticias felices en aviones de papel , que se publicaría a los pocos meses. Y, antes de despedirme, le pedí por favor si podría dedicarme una primera edición hallada en México del Si te dicen que caí , una de las mejores novelas que he leído yo nunca y que siempre releo apabullado, estremecido de emoció n por esa mezcla tan suya de ternura y crudeza. Me dijo que el primer título que manejó para esa novela fue Adiós, muchachos , como el tango de Gardel. En la dedicatoria, me animaba a seguir escribiendo al margen de las modas.

Al enterarme de su fallecimiento, lo primero que me ha venido a la cabeza ha sido esa despedida, ese «adios, muchachos» que he vuelto a oír en su voz rugosa. Hoy le ha tocado a él emprender la retirada. Los muchachos, hasta que también nosotros digamos adiós, seguiremos leyendo su obra, la más honesta, valiente y libre de los últimos tiempos. Y seguiremos aprendiendo de su mirada sensible y dura, minuciosa y centrad a siempre en las verdaderas víctimas, en aquellos que nunca tuvieron voz , esos rabos de lagartija que, aun cercenados, colean con más fuerza que si continuaran con vida.   

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