Solo se salvó el arcón

A pesar de que la autora hizo la promesa de no volver a hablar de su familia, tras el eco de su Tercera «Apátridas de Cataluña», cuenta para ABC en dos entregas la historia completa de María y Antonio, emigrantes andaluces en Cataluña en los años sesenta. Sus vidas son el símbolo de una España descarnadamente real que ahora los cachorros del independentismo catalán relegan al olvido

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Osuna (Sevilla). Año 1958. Los ojos de Antonio se posaron en los negros y enormes de María, y en ellos se quedaron prendados hasta su muerte en Barcelona, 53 años después. Por aquel entonces ella era una joven alta, delgada, de frondosa melena azabache y de una dulce belleza que cautivó al hombre al que veía por primera vez. Aficionada a la costura, quería hacerse un vestido con telas delicadas de Tánger. Su amiga Dolores le habló de unos jóvenes que acababan de llegar precisamente de dicha ciudad y la acompañó a casa de uno de ellos: Antonio. Bien parecido, elevada estatura, moreno de piel aceituna y sonrisa insolente. «Un descarado», pensó María en aquella primera cita con testigos, durante la que el muchacho no abrió la boca aunque estuvo mirándola hasta que finalizó la visita.

A los pocos días vendría la invitación a pasear el domingo por la Carrera, la avenida principal de Osuna. Pero la familia de ella se opuso esperando que cuajara alguno de los pretendientes militares que la cortejaban. Y como la prohibición es el germen de lo furtivo, acabaron viéndose a hurtadillas a las afueras del pueblo.

Futbolista en las colonias

Antonio tuvo que volver a Tánger, donde rompió con su novia, y no tardó en regresar con la firme intención de declararse a la muchacha morena de la que se había enamorado perdidamente. Un amor que fue correspondido a pesar de la férrea oposición familiar.

«¿Qué futuro te espera con ese hombre?», insistían los padres. Y es que en aquella España que aún se esforzaba en superar la posguerra no existían Messis ni Ronaldos millonarios en el fútbol. Domínguez II (así se le conocía como jugador) era bueno. Había pasado por varios clubes: Osuna, Ceuta, Melilla… Entonces formaba parte de un equipo colonial, la Unión Deportiva España, popularmente el España de Tánger. De aquellos tiempos del Protectorado español jamás olvidaría la noche en la que, invitado a una fiesta privada en un barco, pudo saludar al actor Victor Mature. También vivió el paso de la Tercera a la Segunda división del Recreativo de Huelva, ¡todo un acontecimiento! Sin embargo resultaba insuficiente para ofrecerle un mañana a una mujer.

María siempre quiso estudiar una carrera. Desde pequeña soñaba con ser médica. Como consideraban que eso era cosa de hombres, la varita de la sabiduría universitaria sólo tocó a los tres hermanos varones. Tiró de su frustración hacia la Sección Femenina, en la que ingresó siendo adolescente, para aprender corte y confección, bailes regionales, a cocinar y a bordar a mano punto mallorquín. Nada que ver con la universidad. En cierta ocasión su hermano mayor la descubrió en Sevilla informándose sobre cómo matricularse en Medicina y la devolvió al pueblo al día siguiente con los sueños truncados para siempre.

Su novio tomó la difícil decisión de abandonarlo todo y partió hacia un futuro tan incierto como lejano: Barcelona. En el pueblo no había oportunidades. El tiempo, que se hacía largo como la lluvia en verano, y las ganas de encontrarse se adueñaron de las cartas que alimentaron el noviazgo durante cuatro interminables años en los que Antonio consiguió afianzarse en su trabajo en La Bosuga, una inmensa fábrica de estampaciones metálicas y repuestos de automóviles, establecida en la localidad de Moncada y Reixach, como entonces se escribía. En ella se fabricaban las cabinas de los camiones Pegaso y de los míticos Ebro, de Motor Ibérica, símbolos de toda una época de despegue desarrollista. Alcanzó el puesto de encargado. Ya se sintió capaz de ofrecerle un trozo del futuro que ambos querían compartir. Añoraba las tibias tardes de primavera bajo el limonero que seguía creciendo rotundo en el patio de su casa. Y añoraba a María.

Las riadas del 62

Se casaron en Osuna en agosto de 1962. Ella, 28 años. Él, 31. María y Antonio encarnaban la viva estampa de «las dos Españas»: ella, hija de guardia civil combatiente del bando nacional en la Guerra Civil, católica y practicante, conservadora, amante de la zarzuela. «Doña Francisquita», «La del manojo de rosas…» se mezclaban con los cantes jondos de los ídolos de él, republicano y, más que ateo, descreído; cantaores que le lloraban con música a la pobreza extrema, a la tiranía de los terratenientes, a la mano de obra de sol a sol, como José Menese, Antonio Núñez El Chocolate, y, a partir de 1968, Manuel Gerena, llegado al cante tras su paso por el Sindicato de Obreros del Campo y la militancia en el Partido Comunista.

El viaje de novios duró dos días. Sevilla, a ochenta kilómetros. Era cuanto podían permitirse. A los cuatro días de la boda salieron rumbo a Cataluña, a un «paraíso» de treinta metros cuadrados en un sótano. Un mes más tarde, embarazada María, la noche del 25 de septiembre se desató una terrible tormenta que convirtió la realidad en un infierno. Los ríos Besós y Llobregat se desbordaron, dejando a su paso un balance de mil muertos, la mayoría emigrantes, y pueblos arrasados. María y Antonio, acarreando lo que pudieron meter en el pesado arcón, recorrieron Moncada a oscuras hasta refugiarse en la carpintería de un amigo. Se cruzaron con el sereno, que había ido dando la voz de alerta por el barrio para poner a salvo a los vecinos sin imaginar que, al mismo tiempo, el torrente de agua se llevaba el balcón de su casa, al que su mujer se había asomado, arrastrándola sin remisión hacia la muerte. El cadáver apareció al día siguiente en la puerta de lo que quedaba de la casita de María y Antonio. «Aquel hombre -recuerda María como si aún estuviera viéndolo- lloraba desesperado junto al cadáver».

Al otro lado del río, la riada arrancó de cuajo la vivienda de un compañero de la fábrica de Antonio. Murieron los cinco miembros de la familia. De la casa no quedó más que el suelo. Y en Antonio, un vacío profundo del que la pena se apropió sin misericordia.

Ellos se habían salvado. Ellos y el arcón con el ajuar. Del resto no quedaba nada. Se vieron de un día para otro sin casa, sin muebles, sin los pocos recuerdos que naufragaron en el agua del torrente, y el corazón devastado. El padre de María les habló de un posible trabajo en Osuna. Volvieron a facturar el arcón en el tren y regresaron al pueblo, esta vez sin maleta alguna. Ya no había nada que llevar, más que cargar con la propia vida.

Mañana, segunda y última entrega

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